Discurso de SS Benedicto
XVI
Durante el congreso organizado
con ocasión del 50 aniversario de la
firma de los Tratados de
Roma
Sábado 24 de marzo de
2007
Señores cardenales;
venerados hermanos en
el episcopado;
honorables
parlamentarios;
amables señoras y
señores:
Me alegra
particularmente recibiros en tan gran número en esta audiencia, que tiene lugar
en la víspera del 50° aniversario de la firma de los Tratados de Roma, realizada
el 25 de marzo de 1957. Culminaba entonces una etapa importante para Europa, que
había salido exhausta de la segunda guerra mundial y deseaba construir un futuro
de paz y de mayor bienestar económico y social, sin disolver o negar las
diversas identidades nacionales.
Saludo a mons.
Adrianus Herman van Luyn, obispo de Rotterdam, presidente de la Comisión de los
Episcopados de la
Unión europea, y le agradezco las cordiales palabras que me ha
dirigido. Saludo a los demás prelados, a las distinguidas personalidades y a
todos los que participan en el Congreso organizado en estos días por
la COMECE para
reflexionar sobre Europa.
Desde marzo de hace
cincuenta años, este continente ha recorrido un largo camino, que ha llevado a
la reconciliación de los dos "pulmones" —Oriente y Occidente— unidos por una
historia común, pero arbitrariamente separados por un telón de injusticia. La
integración económica estimuló la política y favoreció la búsqueda, que todavía
se lleva a cabo no sin dificultades, de una estructura institucional adecuada
para una Unión europea que cuenta ya con 27 países y aspira a llegar a ser en el
mundo un actor global.
En estos años se ha
sentido cada vez más la necesidad de establecer un sano equilibrio entre la
dimensión económica y la social, a través de políticas capaces de producir
riqueza y de incrementar la competitividad, pero sin descuidar las legítimas
expectativas de los pobres y los marginados. Por desgracia, desde el punto de
vista demográfico, se debe constatar que Europa parece haber emprendido un
camino que la podría llevar a despedirse de la historia. Eso, además de poner en
peligro el crecimiento económico, también puede causar enormes dificultades a la
cohesión social y, sobre todo, favorecer un peligroso individualismo, al que no
le importan las consecuencias para el futuro.
Casi se podría pensar
que el continente europeo de hecho está perdiendo la confianza en su propio
porvenir. Además, por lo que atañe, por ejemplo, al respeto del medio ambiente o
al ordenado acceso a los recursos y a las inversiones energéticas, se fomenta
poco la solidaridad, no sólo en el ámbito internacional sino también en el
estrictamente nacional. No todos comparten el proceso mismo de unificación
europea, por la impresión generalizada de que varios "capítulos" del
proyecto europeo han sido "escritos" sin tener debidamente en
cuenta las expectativas de los ciudadanos.
De todo ello se sigue
claramente que no se puede pensar en edificar una auténtica "casa común" europea
descuidando la identidad propia de los pueblos de nuestro continente. En efecto,
se trata de una identidad histórica, cultural y moral, antes que geográfica,
económica o política; una identidad constituida por un conjunto de valores
universales, que el cristianismo ha contribuido a forjar, desempeñando así un
papel no sólo histórico, sino también fundacional con respecto a Europa.
Esos valores, que
constituyen el alma del continente, en la Europa del tercer milenio deben seguir
actuando como "fermento" de civilización. En efecto, si llegaran a faltar, ¿cómo
podría el "viejo" continente continuar desempeñando la función de "levadura"
para el mundo entero? Si, con ocasión del 50° aniversario de los Tratados de
Roma, los Gobiernos de la
Unión desean "acercarse" a sus ciudadanos, ¿cómo podrían
excluir un elemento esencial de la identidad europea como es el cristianismo,
con el que una amplia mayoría de ellos sigue identificándose?
¿No es motivo de
sorpresa que la
Europa actual, a la vez que desea constituir una comunidad de
valores, parezca rechazar cada vez con mayor frecuencia que haya valores
universales y absolutos? Esta forma singular de "apostasía" de sí misma, antes
que de Dios, ¿acaso no la lleva a dudar de su misma identidad? De este modo se
acaba por difundir la convicción de que la "ponderación de bienes" es el único
camino para el discernimiento moral y que el bien común es sinónimo de
compromiso. En realidad, si el compromiso puede constituir un
legítimo balance de intereses particulares diversos, se
transforma en un mal común cuando implica acuerdos
que perjudican la naturaleza del hombre.
Una comunidad que se
construye sin respetar la auténtica dignidad del ser humano, olvidando que toda
persona ha sido creada a imagen de Dios, acaba por no beneficiar a nadie.
Precisamente por eso resulta cada vez más indispensable que Europa evite la
actitud pragmática, hoy ampliamente generalizada, que justifica sistemáticamente
el compromiso con respecto a los valores humanos esenciales, como si fuera la
inevitable aceptación de un presunto mal menor.
Ese pragmatismo,
presentado como equilibrado y realista, en el fondo no es tal, precisamente
porque niega la dimensión de valor e ideal, que es inherente a la naturaleza
humana. Además, cuando en ese pragmatismo se insertan tendencias y corrientes
laicistas y relativistas, se acaba por negar a los cristianos el derecho mismo
de intervenir como tales en el debate público o, por lo menos, se descalifica su
contribución acusándolos de querer defender privilegios injustificados.
En el actual momento
histórico y ante los numerosos desafíos que lo caracterizan, la Unión europea, para ser
garante efectiva del estado de derecho y promotora eficaz de valores
universales, no puede por menos de reconocer con claridad la existencia cierta
de una naturaleza humana estable y permanente, fuente de derechos comunes a
todas las personas, incluidas las mismas que los niegan. En ese contexto, es
preciso salvaguardar el derecho a la objeción de conciencia, cuando se violan
los derechos humanos fundamentales.
Queridos amigos, sé
cuán difícil es para los cristianos defender denodadamente esta verdad del
hombre. Sin embargo, no os canséis ni os desalentéis. Sabéis que tenéis la
misión de contribuir a edificar, con la ayuda de Dios, una nueva Europa,
realista pero no cínica, rica en ideales, sin ingenuas y falsas ilusiones,
inspirada en la perenne y vivificante verdad del Evangelio.
Por esto, participad
activamente en el debate público a nivel europeo, conscientes de que ya forma
parte integrante del debate nacional; y, además de ese empeño, llevad a cabo una
eficaz acción cultural. No cedáis a la lógica del poder que es fin en sí mismo.
Que os sirva de constante estímulo y apoyo la exhortación de Cristo: si la
sal se desvirtúa, no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada
(cf. Mt 5, 13). Que el Señor haga fecundos todos vuestros esfuerzos y os ayude a
reconocer y valorar los elementos positivos presentes en la civilización actual,
pero denunciando con valentía todo lo que es contrario a la dignidad del hombre.
Estoy seguro de que
Dios no dejará de bendecir el esfuerzo generoso de todos aquellos que, con
espíritu de servicio, trabajan por construir una casa común europea donde cada
aportación cultural, social y política esté orientada al bien común. A vosotros,
ya comprometidos de diversas maneras en esa importante empresa humana y
evangélica, os expreso mi apoyo y os dirijo mi más fuerte estímulo. Sobre todo
os aseguro un recuerdo en la oración y, a la vez que invoco la maternal
protección de María, Madre del Verbo encarnado, os imparto de corazón mi
afectuosa bendición a vosotros y a vuestras familias y comunidades.