Es necesario renovar en
la Cuaresma nuestra opción fundamental por la vida
Discurso de SS Benedicto
XVI
a los sacerdotes y
diáconos de la diócesis de Roma
jueves 2 de marzo de
2006
Nota explicativa
Comienzo a hablar porque, si
espero a que concluyan todas las intervenciones, mi monólogo sería demasiado
largo. Ante todo, quisiera expresar mi alegría por estar aquí con vosotros,
queridos sacerdotes de Roma. Es una alegría real ver aquí, en la primera sede de
la cristiandad, en la Iglesia que «preside en la caridad» y que debe ser modelo
de las demás Iglesias locales, a tantos buenos pastores al servicio del «Buen
Pastor». ¡Gracias por vuestro servicio!
Tenemos el luminoso ejemplo de don
Andrea, que nos muestra cómo ser sacerdotes hasta las últimas consecuencias:
morir por Cristo en el momento de la oración, testimoniando así, por una parte,
la interioridad de la propia vida con Cristo; y, por otra, dando testimonio ante
los hombres en un lugar realmente «periférico» del mundo, rodeado del odio y el
fanatismo de otros. Es un testimonio que impulsa a todos a seguir a Cristo, a
dar la vida por los demás y a encontrar así la Vida.
El Papa Juan Pablo II
1. Con respecto a la primera
intervención, ante todo expreso mi agradecimiento por esa admirable poesía. Hay
poetas y artistas también en la Iglesia de Roma, en el presbiterio de Roma; más
tarde tendré la posibilidad de meditar, de interiorizar estas hermosas palabras,
teniendo presente que esta «ventana» siempre está «abierta». Tal vez esta es una
ocasión para recordar la herencia fundamental del gran Papa Juan Pablo II, para
seguir asimilando cada vez más esta herencia.
Ayer iniciamos
la Cuaresma.
La liturgia de hoy nos ilustra muy bien el sentido esencial de
la Cuaresma: es una señalización del camino para nuestra vida. Por eso, con
respecto al Papa Juan Pablo II, me parece que debemos insistir un poco en la
primera lectura del día de hoy. El gran discurso de Moisés en el umbral de
la Tierra
Santa, después de los cuarenta años de peregrinación por el
desierto, es un resumen de toda la Torah, de toda la Ley. Aquí encontramos lo esencial,
no sólo para el
pueblo judío, sino también para nosotros. Lo esencial es la
palabra de Dios: «Hoy pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y
la maldición.
Escoge la vida» (Dt 30, 19). Esta palabra fundamental de la
Cuaresma es también la palabra fundamental de la herencia de nuestro gran Papa
Juan Pablo II: escoger la
vida. Esta es nuestra vocación sacerdotal: escoger nosotros
mismos la vida y ayudar a los demás a escoger la vida. Se trata de renovar en la
Cuaresma, por decirlo así, nuestra «opción fundamental», la opción por la
vida.
Pero surge inmediatamente la
pregunta: «¿cómo se escoge la vida?». Reflexionando, me ha venido a la mente que
la gran defección del cristianismo que se produjo en Occidente en los últimos
cien años se realizó precisamente en nombre de la opción por la vida. Se decía -pienso en
Nietzsche, pero también en muchos otros- que el cristianismo es una opción
contra la vida.
Se decía que con la cruz, con todos los Mandamientos, con todos
los «no» que nos propone, nos cierra la puerta de la vida; pero nosotros
queremos tener la vida y escogemos, optamos, en último término, por la vida
liberándonos de la cruz, liberándonos de todos estos Mandamientos y de todos
estos «no». Queremos tener la vida en abundancia, nada más que la
vida.
Aquí de inmediato viene a la
mente la palabra del evangelio de hoy: «El que quiera salvar su vida, la
perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9, 24). Esta
es la paradoja que debemos tener presente ante todo en la opción por
la vida. No
es arrogándonos la vida para nosotros como podemos encontrar la vida, sino
dándola; no teniéndola o tomándola, sino dándola. Este es el sentido último de
la cruz: no tomar para sí, sino dar la vida.
Así, coinciden el Antiguo y
el Nuevo Testamento. En la primera lectura, tomada del Deuteronomio, la
respuesta de Dios es: «Si cumples lo que yo te mando hoy, amando al Señor tu
Dios, siguiendo sus caminos, guardando sus preceptos, mandatos y decretos,
vivirás» (Dt 30, 16). Esto, a primera vista, no nos agrada, pero ese es el
camino: la opción por la vida y la opción por Dios son idénticas. El Señor lo
dice en el evangelio de san Juan: «Esta es la vida eterna: que te conozcan» (Jn
17, 3). La vida humana
es una relación. Sólo podemos tener la vida en relación, no
encerrados en nosotros mismos. Y la relación fundamental es la relación con el
Creador; de lo contrario, las demás relaciones son
frágiles.
Por tanto, lo esencial es
escoger a Dios. Un mundo vacío de Dios, un mundo que se olvida de Dios, pierde
la vida y cae en una cultura de muerte. Por consiguiente, escoger la vida, hacer
la opción por la vida es, ante todo, escoger la opción-relación con
Dios.
Pero inmediatamente surge la
pregunta: ¿con qué Dios? Aquí, de nuevo, nos ayuda el Evangelio: con el Dios que
nos ha mostrado su rostro en Cristo, con el Dios que ha vencido el odio en la
cruz, es decir, con el amor hasta el extremo. Así, escogiendo a este Dios,
escogemos la vida.
El Papa Juan Pablo II nos regaló
la gran encíclica Evangelium vitae. En ella, que es casi un retrato de los problemas de
la cultura actual, de sus esperanzas y de sus peligros, se pone de manifiesto
que una sociedad que se olvida de Dios, que excluye a Dios precisamente para
tener la vida, cae en una cultura de muerte. Por querer tener la vida, se dice
«no» al hijo, pues me quita parte de mi vida; se dice «no» al futuro, para tener
todo el presente; se dice «no» tanto a la vida que nace como a la vida que
sufre, a la que va hacia la muerte.
Esta aparente cultura de la vida
se transforma en la anticultura de la muerte, donde Dios está ausente, donde
está ausente aquel Dios que no ordena el odio, sino que vence al odio. Aquí
hacemos la verdadera opción por la vida. Entonces todo está
conectado: la opción más profunda por Cristo crucificado está conectada con la
opción más completa por la vida, desde el primer momento hasta el
último