La perversión del
lenguaje
Por María
S. Altaba
El refrán español que dice al “pan pan y
al vino vino” es hoy más necesario que nunca, cuando al aborto se le llama
interrupción voluntaria del embarazo; a las víctimas civiles de la guerra, daños
colaterales; y al suicidio de una persona enferma, inducido o no, “eutanasia”.
Al mismo tiempo, el español se va degradando como consecuencia del mal uso del
idioma. Si el lenguaje se pervierte, será difícil que los hombres nos entendamos
¿Por qué lo llaman aborto cuando
quieren decir asesinato? Porque la mujer que decide interrumpir voluntariamente
su embarazo prefiere no nombrar el término asesinato, como si, al silenciarlo,
hiciera desaparecer el mal cometido. El lenguaje se pervierte cuando se intenta
hacer cambiar el sentido de las palabras a gusto del
consumidor.
Explica el profesor de la
Universidad de Navarra, don Alejandro Navas que, «para evitar el horror que
despertaría una acción como matar, hay que enmascararla con retórica cosmética
para quitarle hierro». El profesor González Torga echa de menos el «castellano
quevedesco, cervantino, el de Cela. Si tiene que ser crudo, que lo sea». Eso no
significa que el eufemismo no deba existir. «El eufemismo tiene sentido en
ciertos casos, por ejemplo, con los niños, para quienes se edulcora la realidad.
Pero con los adultos, el lenguaje debería ser claro», expresa este
profesor.
Don Luis Santamaría, profesor de
Medicina en la Universidad Autónoma de Madrid, publicó recientemente un artículo
en el diario La Razón, en el que se tomaba la molestia de analizar la Ley de
reproducción asistida y el Real Decreto por el que se desarrolla. En estas dos
normas aparece un curioso término pre-embrión. De hecho, en la Ley se repite en
59 ocasiones, una media de 10 veces por página, y en el Real Decreto aparece en
18,6 veces por página. Sin embargo, el término embrión sólo aparece 13 veces en
la Ley y ni una sola vez en el Real Decreto. Lo de pre-embrión es un claro
ejemplo de la perversión del lenguaje, porque el legislador intenta engañar a la
sociedad haciendo creer que, por decir pre, ese embrión es menos vida. En el
Preámbulo de la norma se explica que será pre-embrión el que tenga menos de dos
semanas, y embrión de ahí en adelante. Es decir, si un niño está a 38 semanas de
nacer, ya tiene derechos de embrión, pero si está a 40, catorce días antes, no
los tiene. Además, este término no aparece en los artículos especializados de
revistas científicas ni se utiliza en la investigación con embriones de
animales.
Mensajes verdaderos y
falsos
El problema radica en que el
lenguaje –«conjunto de sonidos articulados con que el hombre manifiesta lo que
piensa o siente», según la definición de la Real Academia– es un vehículo de
expresión, pero las palabras no garantizan la veracidad del contenido del
mensaje. Es decir, el lenguaje es un arma de doble filo. Términos como guerra
preventiva, limpieza étnica, daño colateral, empleado de finca urbana,
trabajadora del sexo, separatismo periférico, larga y penosa enfermedad, grupo
separatista periférico o interrupción voluntaria del embarazo son algunas de las
muestras que dejan ver cómo el lenguaje sirve para expresar la realidad pero
también puede emplearse para ocultarla. Este afán por utilizar las palabras para
dificultar la comunicación es lo que se conoce por perversión del lenguaje.
La
caída en picado de la lectura y la consecuente falta de capacidad crítica tienen
un efecto perverso: ante un receptor manipulable y dócil, el emisor se siente
capaz de lanzarle cualquier mensaje consciente de que no protestará.
La perversión del lenguaje
no es nada nuevo. En la evolución de un idioma también entra este factor
modificador. A lo largo de la Historia, los políticos han tratado de hacer de
las palabras el arma con la que conquistar al pueblo. Lo que sí es nuevo es el
poder amplificador de los medios de comunicación, a los que hoy tiene acceso
todo el mundo. Explica don Alejandro Navas, que el idioma, en su evolución, es
un elemento tremendamente democrático y se adaptará al uso que le dé la mayoría.
La cuestión es que los medios de comunicación son capaces de acuñar términos,
transformar conceptos, dar publicidad a las perversiones del lenguaje de los
políticos y guiar el habla y la escritura de los lectores, oyentes o
televidentes.
Durante estas últimas semanas, la
desgracia se medía en cifras de muertos en el sudeste asiático. Allí, un
terrible maremoto sepultó bajo las aguas más de 250.000 vidas, según los últimos
recuentos, y ha dejado sin hogar a millones de personas. El día de Navidad, un
día antes de la catástrofe, posiblemente muchos españoles no sabían lo que
significaba tsunami. Hoy, el término japonés que define nuestro maremoto, es
decir, una ola gigante nos resulta familiar. Otra expresión que se ha colado en
la prensa, a la vez que el maremoto, ha sido la de zona cero, que, para el
sociólogo y estudioso de la perversión del lenguaje don Amando de Miguel, no
tiene mucha razón de ser. Apareció el término después del 11-S, quizá en
referencia al centro de Manhattan, el punto (que no zona) cero, o quizá por la
devastación que dejó el derrumbamiento de las Torres Gemelas, donde el cero
sería la nada. En cualquier caso, los periodistas hemos trasladado la zona cero
a la inmensa costa asiática sin plantearnos ni siquiera el significado real de
la expresión. Se ha creado un nuevo concepto (zona cero=territorio
devastado).
Si se recurre al ejemplo del
aborto, se percibe que, detrás de muchos ejemplos de perversión del lenguaje,
hay miedo a la realidad, a su dureza. Las palabras se utilizan para enmascarar
realidades que pueden herir susceptibilidades. Los políticos son muy dados a
estas triquiñuelas lingüísticas para vestir hechos esencialmente malos con el
disfraz de lo políticamente correcto. La guerra preventiva de George W. Bush, a
quien el Papa intentó disuadir hasta el último momento, es otro buen ejemplo. Lo
que vende el político al emplear este término es que está previniendo, evitando,
el dolor de una guerra, pero lo que olvida comentar es que lo hace con el dolor
de otra guerra, eso sí, en casa ajena, que siempre es menos
dolorosa.
Para el profesor de la Universidad
San Pablo-CEU don José Manuel González Torga, esta forma de perversión del
lenguaje, basada en el eufemismo en grado sumo, tiene mucho que ver con la idea
de que aquello que no se nombra, no existe. Por ejemplo, parece que, si en vez
de decir prostituta, se dice obrera sexual asalariada, las mujeres que venden
sus cuerpos en la calle dejarán de existir y se convertirán, por arte de magia,
en unas reputadas trabajadoras que cada día van a su oficina. Pero la realidad
sigue ahí, no cambia porque se le cambie el nombre.
El lenguaje políticamente correcto
se ha relacionado con el pensamiento débil, con el relativismo que impera en la
sociedad y que impide decir claramente que algo está bien o mal. Para don
Alejandro Navas, un ejemplo de esta circunstancia se percibe en la controvertida
decisión del Gobierno del señor Rodríguez Zapatero de equiparar las parejas
homosexuales a los matrimonios. «Hay una tendencia a eliminar la idea de
normalidad para que, así, todas las ideas sean realmente aceptables. Ocurre con
los homosexuales. Ellos se dan cuenta de que es una anormalidad. Entonces, ¿cómo
sentirse más a gusto? Si se elimina la idea de normalidad, ellos dejarán de
sentirse diferentes».
Responsabilidad
compartida
Indudablemente, políticos y medios
de comunicación tienen especial responsabilidad en el proceso de perversión del
lenguaje. Pero no son los únicos. Como ya he señalado más arriba, el lenguaje es
tremendamente democrático, y aunque políticos y comunicadores quisieran, serían
incapaces de modificar un significado sin que la población lo aceptara. Es
cierto que se puede considerar que es más responsable el que primero usa mal la
palabra, en particular si lo hace de forma deliberada. Y, en cierto sentido, los
que sólo repiten el término tienen menos culpa. Pero no están exentos de toda
responsabilidad, puesto que en su mano estaba la opción de haber sido críticos
con el término y frenar su expansión.
Aunque la perversión del lenguaje
no se puede evitar al 100%, porque depende de demasiados factores, una forma de
frenarla sería contar con el pensamiento crítico de los receptores de mensajes
periodísticos y políticos. Esta posibilidad cada vez se reduce más, puesto que
la educación está empeorando en este sentido. Los jóvenes cada vez leen menos y
ven más la televisión. Este proceso tiene dos graves consecuencias: desciende
considerablemente el vocabulario que manejan y, por culpa del exceso de
imágenes, presentan una «incapacidad para el pensamiento abstracto», como dice
el profesor Navas. El profesor González Torga denuncia que los jóvenes sólo
quieran aprender aquello que es estrictamente necesario. Además, «las jergas
juveniles están trufadas de términos propios del lenguaje carcelario». A esta
circunstancia se suman fenómenos preocupantes, como el idioma paralelo creado
con la aparición de los mensajes cortos en los móviles, que ya ha salido de su
ámbito restringido para saltar a otros escenarios, como los correos electrónicos
o los foros en Internet, donde no hay límite de espacio. Lo que cabe preguntarse
es si estos jóvenes, cuando dejen de serlo, serán capaces de cambiar de registro
de la misma forma que un estudiante que toma apuntes con abreviaturas no las
incluye en un informe que presenta a su jefe.
La caída en picado de la lectura y
la consecuente falta de capacidad crítica tienen un efecto perverso: ante un
receptor manipulable y dócil, el emisor se siente capaz de lanzarle cualquier
mensaje consciente de que no protestará. En España la situación es especialmente
grave, debido a la fuerte politización de algunos medios de comunicación. Esta
circunstancia provoca que un gran número de personas reciba siempre en positivo
los mensajes del partido político al que vota, y en negativo los del partido
contrario. Como consecuencia, se anula cualquier atisbo de capacidad crítica
objetiva, no sólo en materia lingüística sino también en política.
La
perversión del lenguaje no es nueva. Lo que sí es nuevo es el poder amplificador
de los medios de comunicación. Hace unas semanas, muchos españoles no sabían lo
que era un tsunami; hoy, el término japonés que define nuestro maremoto nos
resulta familiar
Dice George Steiner, en su obra
Pasión intacta, que ya nadie se enfrenta a un libro con la reverencia con que se
hacía antes. El libro debería de convertirse en un diálogo entre el autor y el
lector, que utiliza su pluma para subrayar, para criticar, para ampliar, para
anotar en los márgenes los puntos más destacados de ese diálogo vivo. Pero para
lograr esa compenetración con el libro, antes hay que haber leído
mucho.
Cabe también preguntarse si son
los medios de comunicación y los políticos los responsables de la perversión del
lenguaje, motivada por la búsqueda incesante de lo políticamente correcto, o si
es también el público el que demanda mensajes edulcorados para no hacer frente a
la verdad. «Posiblemente se han acostumbrado al eufemismo y rehúyen la crudeza»,
dice el señor González Torga, que afirma que se percibe en el público cierto
gesto de resistencia cuando se le quiere comunicar la realidad en estado puro.
En ese sentido, «los medios de comunicación debemos manejar el lenguaje con
sinceridad y asegurar la correspondencia auténtica de las palabras con los
hechos. La realidad es la realidad, y no cambia porque se envuelva con un
lenguaje de papel de regalo. Eso es el juego del autoengaño», concluye este
profesor que ha ejercido el periodismo durante muchos años en distintos
medios.
A pesar de la parte de
responsabilidad que tienen los receptores, los políticos y los medios de
comunicación desempeñan un papel protagonista en la perversión del lenguaje.
Estos dos grupos no sólo estudian cómo dominar las palabras para usarlas a su
antojo, sino que además tienen la capacidad de hacer llegar su mensaje a un
número mayor de receptores. «El poder político siempre ha querido manejar el
lenguaje a su gusto, para sus intereses», dice el señor González Torga. Es la
publicidad política la que permite vender una guerra que la opinión pública no
comparte, o disfrazar el aborto de derecho de la mujer que en realidad no
tiene.
Una característica frecuente entre
los políticos, que destaca don Amando de Miguel en su libro La perversión del
lenguaje, es la de complicar lo que se dice hasta el punto de que no se
entienda, para que así parezca que el incomprensible contenido es, en realidad,
un mensaje tan complejo que el inculto receptor no es capaz de entender.
Parodiaba Cantinflas, en una de sus películas, a estos políticos de república
bananera que inventan cientos de enrevesadas palabras. Una que se ha hecho casi
famosa en la Comisión parlamentaria sobre el 11-M ha sido la política proactiva
contra el terrorismo. Proactivo debe de ser aquello que es mucho más que activo.
Pero el problema es que este término, que suena tan culto, es una mala
adaptación del inglés.
El inglés
infiltrado
El idioma de la gran potencia
mundial, Estados Unidos, se cuela por todas las rendijas. En España no se llega
al spanglish en el que se comunican cada vez más iberoamericanos, pero en
ambientes como la empresa, cada vez es más frecuente el uso de términos como
brain storming, briefing, leasing, mobbing o cash flow. Eso sin contar con el
zapeo que, además de inundar los hogares, ha llegado también al Diccionario de
la Real Academia. A pesar de estas abundantes anécdotas relacionadas con el
inglés, que es el idioma que manda en Internet, el medio de comunicación que ha
revolucionado los últimos años, «el castellano está bien de salud», certifica
don Alejandro Navas, opinión que comparte don José Manuel González Torga, que
considera que «el español es un idioma muy fuerte, pese a que la infiltración
del inglés está siendo muy dura». De hecho, explica el profesor Navas que el
español tiene una virtud: se mantiene más uniforme a ambos lados del Atlántico
que el inglés, idioma en el que americanos y británicos cada vez se entienden
menos.
El lenguaje puede ser, en
ocasiones, un instrumento perfecto «para no entenderse», dice el profesor Navas.
Pero la verdadera perversión no se da cuando el lenguaje no comunica lo que
pretende, sino cuando, deliberadamente, oculta lo que no se quiere comunicar. La
perversión del lenguaje es emplear términos que no se usan para expresar lo que
realmente expresan. La perversión es total cuando el receptor del mensaje no
nota que le están engañando. Este otoño volvió al debate público el tema de la
eutanasia cuando un director de cine desempolvó una historia ya popular de un
tetrapléjico que decide quitarse la vida.
Aunque la mayoría de la gente
tiene una idea aproximada de lo que significa eutanasia, tanto el discurso de
los políticos como los medios de comunicación han hecho que la palabra cambie su
significado. Muchas personas se creen que están a favor de la eutanasia cuando
la realidad es que ellos están a favor de los cuidados paliativos y de que no
les alarguen la vida por métodos extraordinarios. Pero tanto los cuidados
paliativos como la ortotanasia (dejar morir a tiempo) son éticos, mientras que
la eutanasia es una forma de homicidio, suicidio o ayuda al suicidio. Es decir,
¿por qué lo llaman eutanasia cuando quieren decir crimen?
Eutanasia y error de
conceptos
La perversión del lenguaje en el
caso de la eutanasia se ha cometido por asociar este término a la idea de muerte
digna, como si el resto de las muertes, las no inducidas, no fueran dignas, o
como si vivir con una enfermedad fuera indigno. Cuando la Conferencia Episcopal
Española aclaró, en un folleto recientemente publicado, que la muerte digna no
es la provocada, muchas personas se dieron cuenta de que ellos no querían
eutanasia sino respeto, cuidados paliativos y evitar el ensañamiento
terapéutico.
Tanto con la cuestión de la
eutanasia como con otros muchos conceptos, cabe plantearse la duda de si la
perversión está en el lenguaje o está en la realidad. Al fin y al cabo, para que
una palabra exprese algo diferente de lo que realmente significa, es necesario
que el emisor desee darle este sentido y que los receptores la entiendan así. La
verdadera perversión se produce cuando la gente no nota que el lenguaje está
siendo pervertido. Por ejemplo, hay términos que se emplean para ofender, como
facha o rojo. En realidad, lo que se hace es ampliar sustancialmente el sentido
del término elegido para criticar. Ahora, ya no es facha el que milita en un
partido fascista o es simpatizante, sino todo el que no es progre, sea o no
fascista. Ocurre también en el debate sobre los homosexuales. Todo aquel que no
acepte y defienda sus peticiones será tachado de homófobo, incluso aunque su
mejor amigo sea homosexual, sólo porque se niega a sumarse a la campaña de
destrucción de la familia. Y el que no entiende que una chica que se ha quedado
embaraza aborte, en lugar de aguantar nueve meses y entregar a su hijo en
adopción, será tachado de carca o de retrógrado, aunque sea absolutamente
moderno. En el mundo del relativismo, se da la paradoja de que algunos grupos
apuestan por meter en el mismo saco a todo aquel que no piense como ellos. Su
objetivo es manipular el lenguaje y dividir a la sociedad en dos: nosotros y los
demás.
Pensamiento
acrítico
De nuevo aparece la idea del
pensamiento acrítico, que provoca que se acepte todo sin entrar a cuestionarlo.
Para don Alejandro Navas, una de las causas de la perversión del lenguaje es el
«rechazo de los valores absolutos. Se ha roto el consenso en los valores
básicos». Explica este profesor que ahora cada uno crea la realidad a su antojo,
los conceptos ya no son buenos o malos per se, sino que se convierten en buenos
en la medida en que están legalmente aceptados. Por eso, por ejemplo, hay tanta
urgencia por asimilar las uniones homosexuales. El Gobierno cree que, mediante
una ley, podrá cambiar el significado de la palabra matrimonio. Don Alejandro
Navas recuerda que, «para Karl Popper, aferrarse a los dogmas es abrir las
puertas al totalitarismo, y explica que, en la actualidad, el dogma es rechazar
todos los dogmas».
Cuando todo es relativo y no hay
valores absolutos, el lenguaje corre un grave peligro: a los significantes (la
forma de la palabra) ya no les corresponde necesariamente un determinado
significado (el contenido de la palabra). Al evocar el término matrimonio,
muchos lectores pensarán en la unión del hombre y la mujer. Pero un proyecto de
ley pretende que, en el mismo continente (la palabra matrimonio), se incluya
otro contenido (la unión de homosexuales).
Don José Manuel González Torga
concluye diciendo que, «en el fondo, todos estos temas entran en el mundo de
George Orwell, que ya anticipó la perversión del lenguaje al hablar de la
neolengua impuesta por el Gran Hermano en la novela
1984».
Publicado en Revista Alfa y
Omega