Católicos
y Vida Pública en América Latina
Por Guzmán
Carriquiry, subsecretario del Consejo Pontificio para los
Laicos
Misión y
política
La
Iglesia no puede jamás ser ajena a las vicisitudes de la vida pública de
pueblos y naciones. Esto es propio de la lógica de la encarnación. La
Iglesia es pueblo universal de Dios - una «etnia sui
generis», la definió elocuentemente el papa Pablo VI - que vive en el seno
de todos los pueblos, dentro de los más diversos Estados pero
trascendiéndolos, asumiendo críticamente las diferentes culturas sin
confundirse con ninguna de ellas.
Desde
sus orígenes, la
«Carta a Diogneto» así presentaba a los cristianos: «(...)
ni por región ni por su lengua ni por sus costumbres se distinguen de los
demás hombres (...) De hecho, no viven en ciudades propias, ni tienen una
jerga que los diferencie, ni un tipo de vida especial...participan de todo
como ciudadanos y en todo se destacan como extranjeros. Cada país extranjero
es su país, y cada patria es para ellos extranjera (...). Obedecen las leyes
establecidas, y con su vida van más allá de las leyes (...). Para decirlo
brevemente, como el alma en el cuerpo así están los cristianos en el mundo»
(1).
La
presencia y el servicio de los cristianos en el mundo – afirmó el Concilio
Ecuménico Vaticano II (GS, 1, 39) - implica la solidaridad «con los gozos y
esperanzas, las tristezas y angustias» del propio tiempo, «sobre todo de los
pobres y cuantos sufren», bien conscientes que «la espera de una tierra
nueva no debe amortiguar, sino mas bien avivar la preocupación por
perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana,
el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo» (2).
Ciertamente, la
Iglesia no queda definida por las muy diversas coyunturas históricas que le
toca vivir. Menos aún la define el poder. Si todo es política - como se
gustaba decir en tiempos de borrachera de hiper-politización -, la política
ciertamente no es todo, ni lo mas radical y decisivo en la vida de las
personas y de la misma «polis».
La
Iglesia no tiene una finalidad política, no tiene una vocación de poder. No
tiene como referencia de sí la conquista o el sostén de un poder político.
La salvación del hombre no es fruto de la política (y cuando la política
pretende ser salvífica no hace más que generar infiernos). Desde el «dad al
Cesar lo que es del
Cesar y a Dios lo que es de Dios», la Iglesia no sólo ha
desacralizado sino también relativizado la política.
El Reino
de Dios no puede ser producto de la política ni la fe puede quedar
subalterna y funcional al primado de la política. Si la
Iglesia se redujese a mero actor político, en una parte política entre
otras, degeneraría su ser y misión.
Más aún,
debe trascender siempre la sutil tentación de dejar absorber excesivamente
su presencia y su mensaje en las mallas estrechas de las contingencias y
estrategias políticas, sabiendo que nunca faltarán quienes pretendan
servirse de ella para sus propias estrategias de poder.
Aun
dentro de filas cristianas, no faltan quienes terminan considerándola y
hasta juzgándola según sus intervenciones políticas. De tal modo, mas que el
testimonio a Cristo por medio de su Cuerpo, que es la Iglesia, ésta puede
quedar considerada sólo como institución de poder mundano, coyunturalmente
interesante, aliada eventual.
Otra
cosa es la misión de la
Iglesia. Su «cometido fundamental (...) en todas las épocas
y particularmente en la nuestra es dirigir la mirada del hombre, orientar la
conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de
Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad
de la Redención, que se realiza en Cristo Jesús» (3).
«Evangelizar -
escribió Pablo VI – es la dicha y vocación propia de la Iglesia, su
identidad más profunda (4); es su servicio original, insustituible, a todos
los hombres, de todos los tiempos y lugares.
Esto no
quiere decir que la Iglesia pueda desinteresarse de la vida pública de las
naciones, que no abrace la totalidad de las dimensiones de la existencia y
convivencia humanas - entre las cuales la política es dimensión fundamental
y englobante -, que no esté ella misma implicada en la vida y destino de las
naciones. Si bien «la misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de
orden político, económico o social» sino de «orden religioso», «precisamente
de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que
pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley
divina» (5); o como dirá después la exhortación apostólica «Evangelii
Nuntiandi»: «entre evangelización y promoción humana - desarrollo,
liberación - existen, en efecto, vínculos profundos», de orden
antropológico, teológico y de caridad (6).
En el
plan de Dios, en su designio de salvación de los hombres, la Iglesia es
sacramento de la comunión para la que todos los hombres han sido creados y
destinados, derribando los muros de división. Comunica la fuerza de la
Resurrección de Jesucristo, la máxima revolución del amor, ruptura de toda
cadena de esclavitud, victoria sobre la muerte y certeza de un destino bueno
para los hombres.
El
Evangelio de Jesucristo «es buena noticia sobre la dignidad de la persona
humana» (7). Es un «mensaje de libertad y fuerza de liberación» (8). No hay,
pues, construcción verdaderamente humana - construcción de la persona y la
sociedad - si Cristo no es reconocido y puesto como la «piedra angular».
Desde esa luz, bien se entienden las primeras palabras del pontificado de
Juan Pablo II: «Abrid de par en par las puertas a Cristo (...). Abrid a su
potestad salvadora los sistemas económicos y políticos, los extensos campos
de la cultura, de la civilización y del desarrollo» (9)
Por eso,
también, Juan Pablo II afirmaba: «No tengáis miedo de Cristo; no temáis la
función incluso pública que el cristianismo puede ejercer para la promoción
del hombre..., respetando plenamente, más aún, promoviendo sinceramente la
libertad religiosa y civil de todos y cada uno, y sin confundir en modo
alguno la Iglesia con la comunidad política» (10).
Y
continuaba así: «También y sobre todo en una sociedad pluralista y
parcialmente descristianiza, la Iglesia está llamada a actuar, con humilde
valentía y plena confianza en el Señor, a fin de que la fe cristiana tenga,
o recupere, un papel-guía y una eficacia desbordante, en el camino hacia el
futuro» (11). Esto no es añadido político a su misión, sino que deriva
intrínsicamente de ella. Más extensa y profundamente cala la evangelización
en el
corazón de las personas, en vida de las familias, en la
cultura de los pueblos, más se expresa como servicio orientador en la vida
pública de las naciones.
Más la
fuerza del Evangelio alcanza y transforma «los criterios de juicio, los
valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las
fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad» (12), más su
evangelización llega a ser fuente de construcción civilizatoria. Más ayuda a
encontrar y experimentar la paternidad misericordiosa de Dios, más imprime
en el hombre la conciencia de su vocación, de su dignidad, de la fraternidad
con todos, de su destino.
En los
nuevos escenarios
En
nuestra actualidad, la Iglesia está llamada a un profundo repensamiento y
relanzamiento de su misión en los nuevos escenarios mundiales y
latinoamericanos.
La
turbulencia de la fase sudamericana que estamos viviendo se inscribe
ciertamente en la onda larga de una gigantesca y convulsa transición,
desatada por el giro histórico provocado por el colapso del comunismo y la
conclusión del bipolarismo mundial, alimentada por la aceleración y difusión
de la revolución tecnológica (sobre todo en el campo del «bios», la energía
y las comunicaciones), las dinámicas de globalización-regionalización, el
resurgimiento y resquebrajamiento de la utopía del mercado auto-regulador,
el paso de los mesianismos ideológicos al relativismo hedonista, las
renovadas identificaciones étnicas, culturales y religiosas, el terrorismo
del fundamentalismo islámico y la elevación de los niveles de la violencia.
Es en
medio de todo esto que se da la búsqueda dramática de una nueva convivencia
mundial. Aunque mas bien marginal en el escenario mundial que se está
prefigurando, también América Latina se ha visto conmovida. Nada puede ser
igual que antes. Entramos en una fase de cambios acelerados y nuevos
realineamientos (13).
La
Iglesia, que ha estado en la génesis misma de nuestros pueblos, que ha
sellado con el Evangelio su sustrato cultural, que ha configurado la «nueva
cristiandad de Indias» y que ha acompañado la formación y desarrollo de
nuestros Estados ya por casi dos siglos desde la emancipación, no puede
dejar de estar presente en medio de este cambio de época que estamos
viviendo a inicios del siglo XXI.
Las más
diversas encuestas que se han ido realizando recientemente en numerosos
países latinoamericanos expresan todavía el profundo arraigo, la vasta
confianza, la alta credibilidad y consenso que los pueblos manifiestan
respecto de la Iglesia católica en la vida pública de las naciones.
Los
mejores recursos de humanidad de nuestros pueblos provienen de ese arraigo
de la fe cristiana, en su tradición y cultura. La conciencia de dignidad de
las personas, la sabiduría ante la vida, el dolor y la muerte, aún la
alegría de vivir en medio de condiciones muchas veces sufridas de
convivencia, los sentimientos de fraterna solidaridad por reconocimiento de
un padre común, la pasión por la justicia y la esperanza contra toda
esperanza han sido sólo posibles por la semilla del Evangelio plantada en el
«corazón» de los pueblos, como germen de «nueva creación»
La
Iglesia ha estado siempre cercana a las necesidades de las personas y los
pueblos, también por medio de una red de obras educativas, hospitalarias,
culturales, de promoción del trabajo y de las más diversas formas de
servicio y asistencia, no como suplencias a las carencias del Estado y
el mercado
sino por irradiación de la caridad.
Sin
embargo, nos interpela el hecho de que en un continente de sustrato
católico, que reconoce su tradición cristiana como alma de sus pueblos y la
cultura católica en la identidad original de América Latina, contando la
Iglesia con tan hondo arraigo y credibilidad, se vivan situaciones
dramáticas de atraso e injusticia, de marginación, violencia y miseria, que
«contradicen los valores que el pueblo latinoamericano lleva en su corazón
como imperativos recibidos del Evangelio» (14).
Esta
incoherencia, esta escisión, esta contradicción entre la cultura cristiana
de nuestros pueblos y las condiciones a las que están sometidos, suscita sí
afirmaciones de dignidad y reivindicaciones de justicia, pero, a la vez,
levantan un índice interpelante: la fe no ha sido vivida con la potencia de
conversión de la totalidad de la experiencia humana, con la radicalidad,
inteligencia y fidelidad suficientes para afrontar más a fondo dramáticos
problemas de la convivencia social, y menos aún se ha expresado en los
«criterios y decisiones de aquéllos que han asumido responsabilidades
políticas e intelectuales en la organización de las sociedad
latinoamericanas» (15).
Además,
somos conscientes también de la persistente y fuerte erosión que está
sufriendo la tradición católica. Corremos el riesgo de ver dilapidado el
mejor tesoro con que cuentan los pueblos, y los pobres por amor
preferencial. Por eso, no hay tarea más crucial que la de una «nueva
evangelización» (16), apta para arraigar el Evangelio, con más profundidad,
en el
corazón de las personas, las familias y los pueblos,
condición de una revitalización de la presencia católica en la vida de las
naciones.
¿Dónde
están las «divisiones» del Papa?
Un hecho
que impresiona en estos últimos 25 años, que son los más duraderos de
democratización en casi toda América Latina, en los que ha habido profundos
recambios de formas y liderazgos políticos, mientras muchos esquemas
mentales e ideológicos quedaban sumidos en el anacronismo y se planteaban
nuevos problemas y desafíos, es la escasez de significativas y fuertes
presencias católicas en los liderazgos de primer plano en los nuevos
escenarios públicos de nuestras naciones.
Cuando
consideramos la presencia pública de la Iglesia nos concentramos en el
protagonismo de Juan Pablo II a 360 grados, o pensamos en la jerarquías
eclesiásticas nacionales, en sus declaraciones y documentos, en sus diálogos
con el poder político, en sus gestos y orientaciones públicas.
Mientras
el Magisterio de la Iglesia multiplica sus documentos y orientaciones
relativos a los principios doctrinales y criterios de discernimiento sobre
las grandes cuestiones sociales de nuestro tiempo, cabe la pregunta
inquietante sobre cómo se realizan efectivamente.
¿Acaso
no se advierte la desproporción entre la difusión de la Doctrina Social
de la Iglesia, renovada y muy enriquecida en el pontificado de Juan Pablo
II, y cierta impotencia en suscitar caminos para su efectiva inculturación y
realización? Repetir sólo sus grandes «principios» termina reduciéndola a
discurso, a ideología; es una forma de empantanarla y esterilizarla.
No basta
enunciar nuestros buenos propósitos como abstractas orientaciones, sino
demostrar efectivamente que el cristianismo es la respuesta más radical, más
total y satisfactoria, a los deseos de verdad y libertad, de justicia y
felicidad que constituyen el «corazón» del hombre y laten en la cultura de
los pueblos. ¡Y es una respuesta que se demuestra a la vez gratuita,
razonable y conveniente! Hay que confirmar con las obras más que con las
palabras que no hay verdadera solución a la cuestión social fuera del
Evangelio.
¿En
donde están, pues, las «divisiones» del Papa y de los Obispos? ¿Cuáles son
las respuestas sociales, culturales, políticas de los cristianos?
¿Donde
se están elaborando, experimentando y proponiendo nuevos aportes, nuevas
obras, nuevos caminos, desde una presencia católica, para esta fase de
desarrollo de América Latina, para la promoción de una cultura para la vida,
para la reconstrucción del tejido familiar y social, para una alianza del
mercado con la solidaridad y justicia, para la reforma de la empresa y el
trabajo, para un replanteamiento profundo de la educación y de la formación
del capital humano, para el replanteamiento de un sindicalismo sin hipoteca
ideológica, para un despliegue de nuestra tradición cultural capaz de
incorporar las innovaciones científico-tecnológicas para bien de la persona
y de los pueblos, para creaciones artística que reflejen el esplendor de la
verdad, para nuevas formas de participación que consoliden la democracia,
para renovadas formas de auto-organización, promoción y asistencia de los
excluidos?
¿Dónde
están nuestros Adenauer, los De Gasperi, los Monnet, los Schumann, que estén
afrontando los caminos efectivos de la necesaria integración regional hacia
los Estados Unidos de Sudamérica en el marco de un nuevo protagonismo
mundial? ¿Dónde nuestros Tomás Moro, obedientes súbditos de la autoridad,
pero sobre todo de la ley inscrita por Dios en la conciencia del hombre,
fuente de su auténtica libertad? ¿Cómo puede ser que en pueblos de tradición
católica ésta no encuentre mayor expresividad política en caminos de
contribución coherente y original ante los enormes desafíos y problemas de
las naciones?
La
contribución indispensable de los fieles laicos
¿Acaso
no fueron las enseñanzas del Concilio Vaticano II que pusieron en resalto la
dignidad y el protagonismo de los fieles laicos, a los que se les confía
especialmente «gestionar y ordenar los asuntos temporales según Dios»? (17).
Nos es bien notoria la insistencia con la que el acontecimiento conciliar ha
puesto la «índole secular» como carácter propio y peculiar» de los laicos
católicos dentro de la circularidad y complementariedad de los estados de
vida en la Iglesia, considerándola como modalidad de realización de la
vocación cristiana en las condiciones ordinarias «de la vida diaria,
familiar y social» (18) para dilatar el Señorío de Cristo, que es «reino de
verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor
y de paz» (19). Diez años después del Concilio, la exhortación «Evangelii
Nuntiandi» volvía a poner el acento en esa «forma singular de
evangelización» confiada a los laicos «en el corazón del mundo y al
frente de las más variadas tareas temporales» (20). Y aún en la exhortación
apostólica «Christifideles laici» se señala que «la condición eclesial de
los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad
cristiana y caracterizada por su índole secular» (21), donde «secular» no
quiere decir jamás separado de Cristo sino llamado a transformar y
recapitular en Cristo todas las dimensiones de la persona y de la
convivencia social. En efecto, el mundo es «el ámbito y el medio de la vocación de
los cristianos laicos» (22), en cuanto realidad destinada a obtener en
Cristo la plenitud de significación y de vida.
Las
actuales sociedades democráticas, en las cuales loablemente todos son
reconocidos como partícipes de la gestión de la cosa pública en un clima de
verdadera libertad, exigen - recordaba un reciente documento de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, entonces presidida por el Card. J.
Ratzinger – «nuevas y más amplias formas de participación en la vida pública
por parte de los ciudadanos, cristianos y no cristianos» (23). Ello es
también renovada invitación y exigencia planteada a los fieles laicos, que
«no pueden abdicar de la participación a la (...), o sea a las múltiples y
variadas actividades económica, social, legislativa, administrativa y
cultural, destinadas a promover orgánica e institucionalmente el bien común»
(24).
Sin
embargo, hemos pasado por una fase que hubo quien destacó como de
«secularización de los clérigos» pero que desemboca ahora en cierta
«clericalización de los laicos». Es claro que corresponde a la jerarquía
eclesiástica enseñar e interpretar auténticamente los principios morales que
deben guiar la conducta y opciones de los fieles a nivel de la «polis», pero
corresponde a los fieles laicos, «con la propia iniciativa y sin esperar
consignas y directivas, penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las
costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que viven»
(25). A este nivel, es notoria, en verdad, la desproporción entre, por una
parte, la necesaria y generosa disponibilidad de muy numerosos laicos como
animadores litúrgicos y de comunidades cristianas, catequistas,
colaboradores de los escasos sacerdotes en las parroquias, «agentes
pastorales» revestidos de los más diversos «ministerios no ordenados»,
partícipes de varios organismos, consejos y oficinas en el ámbito
eclesiástico, y, por otra, la diáspora muchas veces conformista, anónima,
insignificante de los laicos católicos en el mundo del trabajo y la
economía, de la política y la cultura, de los medios de comunicación social,
etc. A tal punto, que algunos laicos comienzan a considerar más importante
para su vida cristiana, para su participación en la misión de la Iglesia, si
tienen, o no, voto consultivo o deliberativo en tal o cual organismo
eclesiástico, si pueden, o no, ejercer tal o cual función pastoral, que el
hecho de estar tomando cada día decisiones importantes en la vida familiar,
laboral, social y política. Correlativamente, los sacerdotes terminan
considerando más a los laicos como meros colaboradores parroquiales y
pastorales que mediante modalidades de educación, valorización, compañía y
apoyo, por parte de la comunidad cristiana, de su presencia «secular» en
búsqueda de la construcción de formas de vida más humanas.
Cierto
es también que en un serio relevamiento en el seno de las Iglesias locales y
a nivel nacional nos encontramos, confortados y alentados, con numerosos
laicos que asumen responsablemente su vocación y misión cristianas en el
mundo, en variados campos de acción. Hay una enorme generosidad dispersa
entre los cristianos latinoamericanos. Hay obras maravillosas que se
aprecian en muchos campos de servicio. Todos tenemos presente en la memoria,
con nombres y apellidos, cristianos que dan testimonio de su fe en la vida
pública. Pero se trata de una presencia en proporción e influjos
insuficientes, sin que se adviertan grandes corrientes y movimientos de
novedad cristiana a lo largo y ancho del continente. ¿Qué está pasando,
pues?
El
divorcio entre fe y vida
Arriesguemos algunas
hipótesis explicativas de esa escasa presencia de los católicos en los
nuevos escenarios de la vida pública en América Latina.
«Uno de
los más graves errores de nuestra época» -señaló el Concilio Vaticano II -
es el divorcio entre «la fe y la vida diaria de muchos», así como las
«opciones artificiales entre ocupaciones profesionales y sociales, por una
parte, y la vida religiosa, por otra» (26). Para muchos el bautismo ha
quedado sepultado bajo una capa de olvido e indiferencia, di ignorancia
religiosa, en la distracción y el descuido. Es muy frecuente también la
tendencia a las vidas paralelas, fragmentadas, parcializadas, en las que la
familia, la educación, el trabajo, las diversiones, la política y la
religión ocupan como compartimentos separados y escasamente comunicados. En
la existencia de los cristianos parecen muchas veces darse «dos vidas
paralelas: por una parte, la llamada vida ‘espiritual’, con sus valores y
exigencias, y por otra, la vida llamada ‘secular’, o sea la vida de familia,
de trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la
cultura» (27). La fe recibida va quedando así reducida a episodios y
fragmentos de toda la existencia. Se cae, pues en el ritualismo – lo
religioso reducido a episódicos y a veces esporádicos gestos rituales y
devocionales -, en el espiritualismo – el cristianismo evaporado en
un vago
sentimiento religioso -, en el pietismo – una piedad cristiana amenazada de
subjetivismo, sin arraigo en la objetividad sacramental y magisterial de la
Iglesia – y en el moralismo – la fe en Cristo salvador reducida a ciertas
reglas y comportamientos morales -. En todos estos casos, la fe católica no
es concebida ni experimentada como acontecimiento de un encuentro
sorprendente y fascinante con Cristo, que abraza y convierte toda la vida
del bautizado. Falta una «apropiación» personal del anuncio evangélico de
modo que la fe crezca y sea cada vez más la experiencia y el significado
totalizantes de la existencia.
La
ruptura entre el Evangelio y la cultura
El
divorcio entre la fe y la vida refleja, y a la vez ahonda, la «ruptura entre
Evangelio y cultura» que Pablo VI ya indicó como «el drama mayor» de nuestro
tiempo (28).
En
América Latina este drama se incuba histórica y culturalmente en el cisma
entre las elites ilustradas, racionalistas, secularizantes, dependientes de
los modelos sociales e ideológicos de las metrópolis, y las grandes mayorías
populares, «barrocas», de sedimentos católicos y tradiciones orales, que
acompañó la formación de los Estados y su incorporación subalterna en
el mercado
mundial.
Fue
interpretado por esas elites como la oposición entre «civilización y
barbarie», entre los fautores del progreso y la modernización y los vastos
«mundos» populares todavía anclados en la sociedad tradicional,
«pre-moderna».
Similar
cisma se prolongó en nuestro siglo XX en el que las elites ilustradas
pagaron fuertes tributos a las ideologías dominantes del mundo bipolar (29).
De tal modo, las instituciones públicas han sido teatro de las diversas
corporaciones públicas que se disputaron y distribuyeron el poder –
administración pública, partidos, ejército, corporaciones de empresarios,
centrales sindicales y universidad…-, mientras los límites y carencias del
Estado en cuanto instancia de síntesis reguladora, integradora, de la
sociedad, multiplicaba los espectadores indiferentes y descreídos de la cosa
pública y los excluidos que organizaban su supervivencia a través de la
«informalidad».
En el
extremo de este cisma – que admitió según los países muchas variantes y
excepciones – estuvo el México gobernado durante siete décadas por la
monocracia masónica mientras el 90% de los mexicanos se confesaba católica y
el 99% «guadalupana»; lo católico quedaba vedado de los ámbitos públicos, y
en especial de los políticos, culturales y editoriales.
En tales
condiciones, las formas arraigadas de piedad popular católica, con profundo
sentido de la presencia del misterio, se limitaban así a ser pura
resistencia, tendiendo a empobrecerse, no siendo suficientemente cultivadas.
Incluso tuvieron aún que sufrir una vasta ola de iconoclastía por lecturas y
aplicaciones secularizantes de la renovación conciliar, ¡precisamente cuando
más se hablaba del «pueblo de Dios»!
Por eso
mismo, el episcopado latinoamericano, en Puebla, exhortó a las elites a
«asumir el espíritu de su pueblo, purificarlo, aquilatarlo y encarnarlo en
forma preclara, y, a la vez, desarrollar «una mística de servicio
evangelizador de la religión de su pueblo», expresada sobre todo por los
pobres y sencillos (29).
Hoy día
esa ruptura entre Evangelio y cultura - que es contrapeso que dificulta la
presencia de los cristianos en la vida pública - se ha ido agudizando cada
vez más.
Paradójicamente, el
derrumbe del comunismo y la victoria del capitalismo liberal han puesto de
manifiesto y radicalizado una «crisis de sentido» que sufre sobre todo la
cultura occidental.
La
conclusión de la parábola de los ateísmos mesiánicos - que habían tenido en
el marxismo su vértice ideológico y en el socialismo real los primeros
Estados confesionalmente ateos de la historia - dejaba paso ahora a un
hedonismo agnóstico, relativista, convertido gracias a los medios de
comunicación masiva, y sobre todo a la televisión, en un ateísmo libertino
de masas (30).
Tal es
la ideología dominante de las sociedades del consumo y el espectáculo, en
proyección y difusión globales, vehiculada por fuertes poderes mediáticos,
cada vez más lejana y hostil respecto a la tradición católica.
Es nuevo
opio del pueblo, que opera como distracción, confusión y banalización de la
conciencia y la experiencia de lo humano, censura y ofusca los
interrogativos irreprimibles de la persona sobre el origen, sentido y
destino de la vida, reduce la razón a un positivismo estrecho que se
desahoga con irracionales veleidades «espirituales» y «religiosas» para
todos los gustos, y degenera la libertad en instintividad insaciable por
exacerbación indiscriminada de los deseos.
Su
agresividad contra la Iglesia católica se manifiesta no sólo a través de
sistemáticas campañas de desprestigio sino, más radicalmente, en la
tendencia a operar una reducción del acontecimiento cristiano que sea
funcional al poder mundano.
Intenta
así imponer su propia «agenda» a los cristianos, homologándolos en las
«opiniones comunes» que el mismo poder difunde por doquier y arrastrándolos
hacia un mix» sincrético y arbitrario de creencias y comportamientos,
resquebrajando su pertenencia fiel a la comunión de la Iglesia como lugar de
donde procede su juicio sobre toda la realidad.
Promueve, a la vez,
la ordenación de toda la vida personal y colectiva en seguimiento de los
ídolos del poder, del dinero, del éxito, del placer efímero.
No hace
más que socavar la tradición católica de nuestros pueblos, erosionar su
temple humano, dificultar una auténtica educación de la persona, multiplicar
individualismos invertebrados sin conciencia de pueblo, fomentar el consumo
cuando nos es capital crecer en la laboriosidad y productividad, anestesiar
el espíritu de sacrificio sin el cual no hay amor, ni amistad, ni grandes
causas que se lleven adelante.
Más aún,
predomina la idea de que el relativismo, en cuanto pluralismo ético, es
condición de posibilidad de la democracia (31).
Sin
duda, la Iglesia católica aprecia la democracia, especialmente después de un
siglo de ideologías y sistemas totalitarios, de tiranías represivas, de
conculcación de derechos humanos y libertades, de «guerras sucias», de
estrategias violencia que han sido políticas de muerte y la muerte de toda
política, y hoy aún de terrorismo globalizado.
Sin
embargo, cierta universalización de la democracia, no exenta de bolsones
negros y amenazas por doquier, ha coincido con la crisis de sus mismos
fundamentos.
»En
numerosos países, después de la caída de las ideologías que ligaban la
política a una concepción del mundo (…) – escribía Juan Pablo II -, un
riesgo no menos grave aparece hoy (…): el riesgo de la alianza entre la
democracia y el relativismo ético» (32).
Más aún,
los credos religiosos y las narraciones ideológicas son considerados como
amenaza de fanatismo, intolerancia y violencia. En sociedades cada vez más
pluriculturales y multi-religiosas, la democracia debería construirse sólo
desde reglas razonables de procedimiento, formas provisorias de consenso
mayoritario, confinando las creencias a los ámbitos de lo «privado», sin que
pretendan tener relevancia en la vida pública (33).
Sólo
quedan coletazos de aquel laicismo decimonónico que reaccionaba ante
cualquier presencia pública de la Iglesia con airados tonos anticlericales,
pero hoy predomina la cultura relativista que pretende dejar toda referencia
a verdades objetivas fuera del debate público.
Se pide
a los ciudadanos – incluidos los católicos – «que renuncien a contribuir a
la vida social y política de sus propios países, según la concepción de la
persona y del bien común que consideran humanamente verdadera y justa, a
través de los medios lícitos que el orden jurídico democrático pone a
disposición de todos los miembros de la comunidad política» (34).
Es bien
cierto que todo Estado religioso, confesional, ideológico, lleva consigo un
dinamismo de violencia contra la libertad. Hoy lo es evidente en los regímenes
de tradición islámica. Lo que de por sí es relativo, como una ordenada
convivencia sobre bases liberales, no puede convertirse en absoluto.
Y no es
esto una buena advertencia para los latinoamericanos, que hemos tenido la
tendencia a sacralizar los principios políticos como verdades absolutas
según inflaciones ideológicas. Pero la alianza de relativismo y democracia
deja a ésta asentada sobre un tembladeral.
En
verdad, «la historia del siglo XX es prueba suficiente de que la razón está
de la parte de aquellos ciudadanos que consideran falsa la tesis
relativista, según la cual no existe una norma moral, arraigada en la
naturaleza misma del ser humano, a cuyo juicio se tiene que someter toda
concepción del hombre, del bien común y del Estado» (35).
Una
democracia que no sepa fundarse y estar animada por algunos grandes
criterios que distingan lo justo de lo injusto, lo bueno de lo malo, lo
verdadero de lo falso, no genera auténticas conciencias de pertenencia ni se
muestra capaz de grandes convergencia ideales, solidarias y constructivas.
Tiende a quedar a merced de los poderes dominantes.
La
paradoja de una democracia fundada en el relativismo ético es que niega en
vía teórica una verdad ontológica sobre el hombre, pero permite al poder
dictar a través de las leyes, una propia ontología, antropología y ética,
incluso contrabandeando como libertades conquistadas lo que no son más que
atentados contra la persona humana.
Si por
tradición histórica y cultural la democracia ha estado siempre íntimamente
asociada al reconocimiento y ejercicio de los derechos humanos, universales
porque arraigados en una común naturaleza humana, hoy día se pretende
imponer desde el poder nuevos, confusos e instrumentales «derechos
individuales», que comprenden la legitimación del aborto, la fertilización
asistida, la eugenesia, la eutanasia, el matrimonio de los homosexuales,
etc.
Es
paradójico que cuanto más se critique a nivel latinoamericano el
neoliberalismo económico, sin encontrar alternativas factibles, más se
busque la patente de «progresista» en el ámbito de propuestas y
legislaciones caracterizadas por un individualismo salvaje y un
ultraliberalismo radical, que atenta contra el primer derecho, que es a la
vida, y arremete y disgrega el tejido familiar, social y cultural de los
pueblos.
La
participación de los católicos en la vida pública se hace, en tales
condiciones, más difícil y exigente.
Hay que
estar preparados, inteligentemente, a dar buenas razones, que afronten los
nuevos problemas y desafíos planteados desde una concepción del bien
integral de la persona y los pueblos, que sea compartible, más allá de
confines confesionales, con quienes buscan efectivamente ese bien,
participando con coherencia y valentía en el debate público.
Sin
embargo, no faltan las tentaciones y fragilidades de no pocos entre quienes
se confiesan católicos de adecuarse a las nuevas condiciones del poder, sin
poner en cuestión sus derivas relativistas. Hay que tener clara conciencia
que este relativismo utilitario y hedonista, de desembocadura
tendencialmente nihilista, es de ningún modo constructivo ni de la persona
ni de la sociedad.
Nada
peor para América Latina que confiarse al anacronismo de las ideologías del
mesianismo ateo que ya han demostrado sus miserias y fracasos, o difundir y
acoger acríticamente esas tendencias culturales decadentes de las sociedades
de la abundancia, estancadas en el conformismo y el tedio, cada vez más
estériles de todo punto de vista, que se presentan bajo las máscaras de
progreso de «sociedades avanzadas» (36).
Crisis
de las formas asociativas del laicado y de las corrientes políticas de
referencia
Otro
factor causal de la insuficiencia de presencias más significativas de
católicos en la vida pública, a otro nivel bastante diverso, es el que
podrían ser indicado en la crisis y resurgimiento de las formas asociativas
del laicado católico, también en relación con los movimientos históricos que
mayormente han canalizado la participación política de líderes católicas
desde los años cincuenta a los ochenta del siglo pasado
(37).
Estas
formas asociativas han sido siempre muy importantes en la formación y el
protagonismo de los laicos, y más aún, en las condiciones de modernización y
diferenciación en sociedades cada vez más complejas.
En
efecto, las asociaciones se mueven, según sus objetivos y campos de acción,
y gracias a la circulación de experiencias que suscitan a su interior, en
ámbitos más vastos y cruciales de aquellos de la vecindad, que son los más
propios de las parroquias.
Tienen
muchas veces dimensión nacional e incluso internacional. Se hacen presentes
en los «areópagos» de la sociedad en cuanto ámbitos ya no territoriales sino
funcionales, como los de la economía, la política, la cultura, etc.
Provinieron de
sectores juveniles de la Acción Católica gran parte de los líderes
católicos fundadores de las corrientes social-cristianas y los partidos
demócrata-cristianos en países latinoamericanos, desde la nueva síntesis
«maritainiana», dejando atrás los reductos católicos en los partidos
conservadores y sus incrustaciones integristas.
Su ápice
estuvo en los años sesenta con la «revolución en libertad» de Eduardo Frei,
el COPEI en el gobierno de Venezuela y presencias y fuerzas significativas
en otros países.
Paradójicamente, la
Acción católica general se extinguía por muchos países de América Latina
precisamente en los años sesenta, por una pérdida gradual de vitalidad y
cierta incapacidad a superar formas mentales e institucionales que iban
quedando anacrónicas, precisamente cuando el Concilio Vaticano II continuaba
a recomendarla encarecidamente.
La
pérdida de vínculos fluídos a través de vasos comunicantes entre la Iglesia
y las Democracias Cristianas estuvo a la base del gradual empobrecimiento
cultural y estancamiento político de éstas.
Luego de la generación
de los fundadores, de fuerte experiencia de formación y participación en la
Iglesia, nuevas generaciones de militantes y dirigentes concentrados en una
óptica primaria, si no exclusivamente política, carecieron de aquella
experiencia de pertenencia eclesial, lo que reducía la «inspiración
cristiana» a una referencia inasible y abstracta, y dejada a la merced de
oscilaciones entre las ideologías fuertes del mundo
bipolar.
No
faltaron, por otra parte, lecturas secularizantes de la renovación conciliar
que consideraron toda objetivación institucional de lo cristiano en la
secularidad, y especialmente en la política, como forma residual de «nueva
cristiandad» que debía ser sometida a crítica y superada.
Actualmente, las
Democracias Cristianas tiene necesidad evidente de refundarse radicalmente:
esto no supone simplemente recambios de líderes, sino una ingente tarea de
recapitulación y reformulación de su tradición cultural, desde sus fuentes
originarias, realimentándose por un actualizado arraigo en el «humus» del
pueblo católico y de las corrientes de pensamiento en la Iglesia, condición
para proyectarse como novedad política en los actuales escenarios
latinoamericanos y mundiales. La otra alternativa es sobrevivir residual y
subalternamente.
En la
Acción católica especializada, o de ambiente, de origen franco-belga, y de
fuerte ímpetu de presencia en América Latina desde los años cincuenta,
sectores estudiantiles vivieron los ímpetus de renovación que llevarían al
Concilio Vaticano II y que se expresarían en la renovación conciliar.
La
«apertura al mundo» en pleno era del «engagement» - ¡no hay fe sin
compromiso!- llevó a la primera generación «postconciliar» de laicos
informados y sensibles respecto a la renovación de la Iglesia, animados por
sectores clericales renovadores, a un intenso compromiso en los ámbitos
universitarios, sociales y políticos para la transformación de las
estructuras de injusticia y dependencia en América Latina, en los «años
calientes» que siguieron a las álgidas repercusiones de la revolución
cubana.
Quedaron
marcados por el
impacto combinado de las turbulencias de la primera fase
pos-conciliar y las altas mareas ideológicas y de hiper-politización de
fines de la década del sesenta a fines de los setenta.
Fueron
sectores, sobre todo estudiantiles y clericales, que intentaron acompañar e
iluminar su compromiso político absorbente y radical desde su opción
revolucionaria por los pobres, con el desarrollo de una teología de la
liberación, de comunidades de base y de la así llamada «iglesia popular»,
pero quedaron bajo cierta hegemonía intelectual y política del marxismo, en
boga por entonces. Su militancia en la escena pública desembocó en las
corrientes de «cristianos para el socialismo», a veces en las aventuras
trágicas de las guerrillas.
La
pasión y crisis de buena parte de esa primera generación posconciliar, que
abrió muchos caminos y replanteó cuestiones de mucha importancia pero que
quedó arrastrada por oleajes ideológicos muy fuertes, terminó con frecuentes
crisis de identidad cristiana y eclesial y con el abatimiento provocado por
la represión de los regímenes de seguridad nacional (38).
El
derrumbe del «socialismo real» fue como el acta de defunción de tales
corrientes. La intensidad de ese colapso histórico hubiera requerido «una
puesta en discusión, radical, profunda, verdaderamente crítica», de los
fundamentos epistemológicos del marxismo.
Esta
autocrítica histórica radical del marxismo, que no ha sido aún abordado por
las formaciones de izquierda y que queda pendiente, dejará al marxismo como
«vagabundeando durante mucho tiempo por los caminos de la historia
contemporánea, con una palidez mortal», sin condiciones de sentar las bases
de nuevos movimientos históricos y proyectos políticos (39).
En
general, los teólogos de la liberación , tributarios en diferentes modos y
grados del marxismo, no realizaron una revisión que los liberase de aquella
originaria dependencia, convertida en fardo embarazador: su mayor aporte
debería haberse dado después de la caída del comunismo, para refundar nuevos
caminos de solidaridad con los pobres, y no enmudecer y casi extinguirse con
el marxismo.
El
derrumbe del comunismo arrastró también, desde lo que fue su hegemonía en el
movimiento socialista, a la socialdemocracia, que quedó empantanada y
oscilante entre los polos de un pragmatismo realista en la conquista o
conservación del «welfare State» y del reflejo de la ideología dominante de
las sociedades de consumo y el espectáculo.
Esta
situación ha hecho que muchos cristianos que fueron parte de la corriente
histórica del socialismo, en sus diversas variantes políticas, hayan quedado
aferrados a esquemas anacrónicos o desconcertados ante la nueva situación
histórica.
Antes y
más allá de las democracias cristianas y de los cristianos para el
socialismo, la Iglesia convivió pacíficamente, salvo episodios
controvertidos, con los movimientos nacionales y populares que marcaron la
vida política de muchos países latinoamericanos por variadas décadas del
siglo XX.
Estos
movimientos operaron definitivamente la ruptura de las «polis oligárquicas»
decimonónicas a través de procesos de incorporación económica, social y
política de vastos sectores populares a la vida nacional, los cuales
provenían de un «humus» católico que fue, por lo general, respetado.
No hubo
en ellos fuerzas organizadas y significativas del laicado católico que
tuvieran un influjo especial. A diferencia de entonces, los actuales
gobiernos y movimientos calificados con simplismo genérico como «populistas»
tienden a manifestar cierta indiferencia, a veces hostilidad y otras,
manifiesta agresividad contra la Iglesia.
Desde
los tiempos del gradual agotamiento de la Acción católica y de crisis
convulsa de los movimientos «especializados», los Obispos se repetían
desconcertados: «tenemos laicos, pero no un laicado», advertían un repliegue
eclesiástico de los laicos, sustituían el vacío asociativo con la
participación en los consejos pastorales y los ministerios no ordenados.
Sólo la
«nueva etapa asociativa de los fieles laicos» (40) que emerge
sorpresivamente en el pontificado de Juan Pablo II a través de muy numerosos
y diversos movimientos eclesiales y nuevas comunidades, que este Papa no
deja de acoger y alentar, y que se han ido difundiendo por las Iglesias
locales en América Latina, es condición, promesa y desde ya experiencia viva
de gestación de una nueva generación de católicos (41).
En tales
compañías carismáticas, educativas y misioneras, se están forjando nuevos y
coherentes protagonistas de la vida pública en nuestros países. Sin embargo,
en la actual coyuntura efervescente por la que pasa América Latina todavía
la Iglesia paga el costo de una insuficiente presencia pública de los
católicos.
La
naturaleza del acontecimiento cristiano y la novedad de vida
Si
resulta fundamental repensar, reconstruir y relanzar la presencia católica
en la vida pública, sería más bien patético reaccionar ante esa
insuficiencia, fragilidad y dificultad, con llamamientos urgidos y
repetitivos al «hay que comprometerse».
Por lo
general, encuentran un terreno abonado por grandes dosis de indiferencia y
utilitarismo. Los imperativos categóricos, en cuanto exhortaciones morales,
muy raramente llegan al «corazón» de la persona, mueven su inteligencia y
cambian su vida. Quedan como declamaciones retóricas a uso de la buena
conciencia, sin consecuencias reales.
Tampoco
sirve concentrar las energías en pretender sacar consecuencias morales,
políticas y culturales de una fe, que se da por supuesta en condiciones cada
vez más irreales, como si se tratara de una mera incoherencia moral en la
vida de los católicos.
Lo que
está en juego es algo mucho más originario, profundo y crucial. Hay que
tener en cuenta, por una parte, la naturaleza misma del acontecimiento
cristiano en la vida de las personas. El cristianismo no es, ante todo, una
doctrina, una ideología, ni tampoco un conjunto de normas morales, menos aún
un espiritualismo de «bellas almas». Es un hecho, históricamente acaecido:
el Verbo se hizo carne, el Misterio en que todo consiste y subsiste ha
irrumpido en la historia humana, Jesucristo ha revelado el rostro de Dios,
que es amor misericordioso, y a la vez la vocación, dignidad y destino de la
persona humana y de toda la creación, salvadas de la caducidad, de la
corrupción, por su victoria pascual.
Ha sido
dado a toda persona, en todo tiempo y lugar, ser contemporánea de la
Presencia de Cristo gracias a su Cuerpo y a su Pueblo, que es la Iglesia, la
compañía de sus testigos y discípulos. Como enseña Benedicto XVI en su
encíclica «Deus est Caritas»: «No se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva» (42).
También
en un continente «católico», y a mayor razón, la tarea esencial, primera,
fundamental, es rehacer siempre la fe de los cristianos; y con más exigencia
y urgencia en tiempos en que la fe no es ya un patrimonio común ni una posesión
tranquila, sino un don cada vez más asediado y ofuscado por los «dioses» y
los «señores» de este mundo.
Sabemos
que vastos sectores de nuestros pueblos, aunque arraigados en la tradición
católica, han sido muchas veces y a veces por mucho tiempo descuidados, en
el sostén, cultivo y crecimiento de su fe.
Sabemos
también cuántos bautizados en la Iglesia católica la abandonan para
refugiarse y reconocerse en las comunidades «evangélicas» y pentecostales, y
en derivas sectarias. Sabemos aún cuánto el patrimonio católico es agredido
hoy por una cultura hostil, que penetra por doquier con los medios
tecnológicos potentes, invadientes y homologantes de la comunicación.
Todos
estamos llamados a vivir la fe como nuevo inicio, como esa novedad
sorprendente de vida, esplendor de verdad y promesa de felicidad, que
reenvía al acontecimiento que la hace posible y fecunda.
No es
casual que el pontificado de Juan Pablo II haya comenzado con su llamado a
«abrir las puertas a Cristo» y concluya con su invitación a «recomenzar
desde Cristo» (43), fija la mirada en su rostro, redescubriendo toda la
densidad, profundidad y belleza de su misterio, confiándose mendicantes a su
gracia, conscientes de ser llamados a la santidad, desde la pertenencia al
misterio de comunión que es la Iglesia, en la más inaudita «revolución del
amor» que da sentido y plenitud a la historia humana .
Todos
estamos llamados a que la tradición católica se convierta cada vez más en
carne y sangre de nuestra vida. Todo lo demás se dará por añadidura.
Cualquier otro planteamiento que no fuera éste sería totalmente desviado y
estéril. No hay otro camino que «recomenzar desde Cristo», para que Su
Presencia sea percibida, encontrada y seguida con la misma realidad, novedad
y actualidad, con el mismo poder de persuasión y afecto, que lo
experimentado hace 2000 años por sus primeros discípulos en las orillas del
Jordán o hace 500 años por los «juandiego» del Nuevo
Mundo.
Sólo en
el estupor de ese encuentro, sobreabundante a todas nuestras expectativas
pero percibido y vivido como plena respuesta a los anhelos de verdad y
felicidad del «corazón» de la persona, el cristianismo no queda reducido a
una lógica abstracta sino que se hace «carne» en la propia existencia. En
otras palabras, se trata del redescubrimiento, lleno de gratitud, alegría y
responsabilidad, del propio bautismo como la más profunda y sublima
autoconciencia de la dignidad de la persona, disminuida y ofuscada por el
pecado pero regenerada por la gracia, destinada a la plena estatura de lo
humano en Cristo Jesús.
El
Señorío de Cristo ha de ser siempre de nuevo experimentado en modo concreto,
comprensible, razonable y convincente, como certeza experimentada en la
vida, en su bondad, en su belleza, en su verdad, y no como discurso
abstracto y formal. Gracias a ese encuentro y seguimiento, se emprende un
camino de crecimiento en la fe y de su verificación en la vida, desde la
reiniciación cristiana hacia la formación de personalidades cristianas
maduras.
De tal
modo, crece la «criatura nueva» que somos por el bautismo, hombres nuevos y
mujeres nuevas, no en sentido retórico o simbólico sino desde todo su
realismo ontológico, en cuanto protagonistas nuevos dentro del mundo,
testigos de una vida cambiada, convertida en más humana. Es óptimo, pues, el
tema aprobado por Benedicto XVI para la próxima V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano:
«Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en El
tengan vida» (44).
Si es
verdadero encuentro con Cristo, seguimiento fiel, profunda comunión,
entonces cambia la vida de quienes lo encuentran.
Nada
puede quedar ajeno a esa «metanoia», es decir, a esa conversión, a esa
transformación de toda la existencia. Si es verdadero encuentro, cambia
la vida de la persona e imprime con su forma la vida matrimonial y familiar,
las amistades, el trabajo, las diversiones, el uso del tiempo libre y el
dinero, el modo de mirar toda la realidad, e incluso los mínimos gestos
cotidianos.
Todo lo
convierte en más humano, más verdadero, más esplendoroso de belleza, más
feliz. Todo lo abraza con la potencia de un amor transfigurador, unitivo,
vivificante. «El que está en Cristo, es nueva creación» (II Cor. 5, 16). Lo
que queda sin cambiar hace parte de nuestra carga residual de paganismo, de
mundanidad. El cristianismo es llamado de Cristo a nuestra libertad; espera
la simplicidad del «fiat», como el de la Virgen María, para
que, por medio de la sacramentalidad de la Iglesia, se haga carne en nuestra
carne. De tal modo se convierte en totalizante, que es lo contrario de un
cristianismo disociado de los intereses vitales de la persona.
Esa
«metanoia», esa novedad de vida, no es resultado del esfuerzo moral, siempre
frágil, de la persona, sino fruto ante todo de la gracia, o sea, de un
encuentro que se vuelve amistad, comunión, confianza en el amor
misericordioso de Dios y que puede llegar a exclamar con el apóstol: «vivo,
pero no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal. 3,
19).
«La
síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que
los fieles laicos sabrán plasmar – señalaba Juan Pablo II – será el más
espléndido y convincente testimonio de que, no el miedo sino la búsqueda y
la adhesión a Cristo son el factor determinante para que el hombre viva y
crezca, y para que se configuren nuevos modos de vivir más conformes a la
dignidad humana» (45). «La vida es Cristo»! (cfr. Flp., 1, 21).
Sólo
quienes vivan la experiencia de una vida materialmente cambiada por la fe,
no obstante las propias incoherencias y miserias, siempre confiándose a la
misericordia de Dios, se convertirán en auténticos sujetos que hagan
presente el cristianismo en todos los ámbitos de la vida personal y la
convivencia social.
En ese
cambio profundo de la persona reside la experiencia originaria que hace
posible y fecunda toda transformación social. Parece un objetivo ínfimo,
desproporcionado, si se miran los grandes escenarios y problemas globales.
Sin
embargo, se trata de abandonar la utopía, intrínsecamente engañadora, de que
este modelo o aquel sistema, por la sola virtud de sus mecanismos, pueda
sustituir el cambio requerido en el «corazón» de la persona, en sus
actitudes y comportamientos, y lograr la transformación cualitativa de la
persona.
Es vana
y engañosa la espera de un «cambio global de estructuras», donde todo será
justicia y felicidad. Influye siempre una servidumbre interior, un desorden
radical de la persona, que no puede ser rescatado con meras reformas de
estructura y de las relaciones sociales. El realismo cristiano se
propone ante todo rescatar una y otra vez, sin pausas, a la persona y sus
obras, congénitamente frágiles, reformables, mejorables. Sabe que el mal no
tiene la última palabra.
Existe
un destino bueno y misericordioso que salva al hombre de sus límites,
incluso de la muerte.
La vida no se concluye en una «pasión inútil» – como
afirmaba Sastre -, lo que sería el máximo de la irracionalidad, de la
injusticia, de la
iniquidad. Es esta certeza lo que ayuda a la persona
siempre a recomenzar: éste es el germen y el ímpetu más potente de
esperanza, de cambio real en la vida de la personas y los pueblos.
El
cristianismo como radical y global inteligencia de la realidad
Condición para una
renovada presencia de los católicos en la vida pública es que toda su
existencia quede transformada y animada por el Evangelio de Cristo. Esa
novedad de vida que va configurando toda la existencia se vuelve una nueva
sensibilidad, una modalidad nueva de mirar, afrontar y discernir toda
realidad.
No
faltan, en verdad, los católicos que viven con seriedad su cristianismo en
las condiciones ordinarias de su vida familiar y laboral, pero cuya mirada
sobre la realidad pública de las naciones queda prisionera y ofuscada por
los diafragmas trasmitidos por los poderes políticos, culturales y
mediáticos. Los hay devotos pero incongruentes en la vida pública.
Más aún,
los hay quienes consideran que baste una genérica referencia a la tradición
cristiana, a los «valores» cristianas, a una «inspiración cristiana», en
cuanto «input» sujetivo para actuar en la vida política y social.
Otros
aún consideran que la teología es para lo religioso como las ciencias
sociales para los análisis de la realidad social, desconociendo, por una
parte, que las grandes teorías y modelos macro-sociales implican, por lo
general de modo inconfeso, una filosofía de la historia e incluso una
teología y, por otra, reduciendo la pretensión de verdad que tiene el
cristianismo.
En
efecto, si Dios existe y es el «Logos», o sea, la racionalidad última de
toda la realidad, ¿cómo no considerar lo religioso como la dimensión más
radical, global y decisiva de la existencia de las personas y de la
convivencia social?
Construir la sociedad
sin Dios, contra Dios, es construirla contra el hombre. Y si Dios se ha
revelado en Jesucristo, ¿cómo no considerar el acontecimiento de la
encarnación de Dios como el hecho más capital de la historia humana, la
clave de la inteligencia de toda la realidad? Esta pretensión de verdad no
se reduce a una fórmula intelectual, a un razonamiento filosófico o a una
cosmovisión ideológica, sino que se identifica con una persona que ha dicho
de si: «Yo soy la verdad», «yo» la verdad del cosmos y de la historia, «yo»
la clave más radical y total de la realidad, «yo» el significado y destino
de la existencia humana, «yo» el sentido de tu vida...
No hay
otra alternativa: o es la afirmación de un loco o es sorprendentemente
verdadera. A nosotros, cristianos, che hemos recibido esa revelación por el
flujo de una tradición viva de 2000 años y que la hemos experimentado como
verdadera en la propia vida, nos toca, ¡nada menos!, proponer esta
«hipótesis» y demostrar su razonabilidad, auscultando, discerniendo e
integrando las múltiples aproximaciones a la verdad y los signos de bien y
de belleza que se dan en la aventura humana.
Tenemos
que demostrar la verdad de lo que afirma el Concilio Vaticano II cuando así
se expresa en la
«Gaudium et Spes»: «la fe todo lo ilumina con nueva luz y
manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello
orienta la inteligencia hacia soluciones plenamente humanas» (46).
La
pertenencia al Cuerpo de Cristo, que hoy vive en la Iglesia, es el la
referencia ineludible de la novedad de vida, como juicio nuevo y original
sobre toda la
realidad. Cuando esa pertenencia resulta frágil en la
conciencia y en la vida, no se da ese juicio original (la fuerza
purificadora de la fe respecto a la razón), por lo que se termina por
resultar subordinado a las instancias dictadas vez por vez por el poder y
los intereses dominantes.
La
encíclica «Populorum Progressio» lo expresaba con otras palabras cuando
indicaba, como criterio para el juicio cristiano, la progresión de
«condiciones menos humanas «a más humanas» de convivencia social, señalando
en el ápice de las condiciones más humanas a la «fe, don de Dios acogido por
la buena voluntad de los hombres, y la unidad de la caridad en Cristo, que
nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida de Dios vivo, Padre
de todos los hombres» (47).
Nuestra
certeza como católicos
es que Cristo constituye el centro efectivo de la
realidad histórica y la piedra angular de toda construcción auténticamente
humana, y, por ende, la Iglesia católica.
No
concebimos una solución mejor para todo el hombre y todos los hombres que la
«revolución del amor» que en Dios encuentra su fuente inagotable, en
el corazón
del hombre su máximo anhelo, en la convivencia social el mayor reconocimiento del
hombre por el hombre en vínculos de una fraternidad más radical que la de la
sangre, y en Jesucristo su revelación y total realización.
Quienes
no crean en esta hipótesis al menos tienen que aceptarla como punto de
partida. Rechazar esta posibilidad en cuanto tal sería prejuicio. Pretender
imponerla sin más sería violencia.
Ella es
la certeza que tiene que animar a los cristianos en la vida pública de las
naciones y en el orden internacional, y que no los exime sino que los
empeña, a auscultar los «signos de los tiempos», a apreciar los auténticos
logros en los campos del conocimiento, de las ciencias y de la convivencia,
a emprender diálogos de 360 grados, a elaborar síntesis culturas siempre
provisorias y a colaborar abiertamente con quienes buscar con recta razón el
bien del hombre.
De ello,
la encíclica «Deus caritas est» saca las siguientes conclusiones: «La
justicia es el objeto y, por tanto, la medida intrínseca de toda política
(...)», que presupone una pregunta radical: «¿qué es la justicia?» y ¿cómo
liberar la política de la «preponderancia del interés y del poder que la
deslumbran»?
La
perspectiva de Dios libera la razón de sus cegueras, la política de sus
ídolos. «En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende
otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los
que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento.
Desea simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su
propia ayuda para lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y
después puesto también en práctica» (48).
Juicio
cristiano sobre la realidad latinoamericana
Se
requiere siempre en la Iglesia una inteligencia cristiana del tiempo
presente, que es a la vez «católica» - porque no hay institución más
universal y global que la Iglesia – y situada en los distintos ámbitos de su
encarnación. No puede estar ausente un juicio cristiano, católico, sobre los
tiempos que nos toca vivir en una América Latina cada vez más integrada en
circuitos globales. Cuando este juicio falta, se debilita intrínsecamente
toda forma de participación de los fieles en la vida pública.
En
efecto, la presencia católica en América Latina ha pagado un fuerte tributo
de subordinación y confusión respecto de interpretaciones y proyectos
ideológicos que no se concilian con la tradición católica.
La
Iglesia en América Latina no podía no quedar sacudida íntimamente por las
polarizaciones políticas e ideológicas que repercutían en toda la realidad
latinoamericana. Sufrió el embate de opuestos extremismos: de quienes
pretendían que ignorase las injusticias, sufrimientos y esperanzas de los
pueblos, no custodiase derechos y libertades fundamentales, legitimando una
presunta defensa de la «civilización occidental y cristiana» con todos los
medios represivos, o al menos que callase ante los costos de una «guerra
sucia», y de quienes intentaban presionar la reformulación de su doctrina y
acción, reduciéndola a sujeto político de apoyo a estrategias
revolucionarias, incluso violentas, bajo hegemonía marxista (49).
La fase
histórica de guerra caliente del mundo bipolar en las periferias conmovió
hondamente las comunidades cristianas de América Latina. La Iglesia
católica, no sin grandes costos, supo custodiar y reafirmar su propia
identidad y su propio servicio a los pueblos. El vértice de su
autoconciencia eclesial y latinoamericano se expresó en el documento final
de la III
Conferencia General del Episcopado latinoamericano, en
Puebla de los Angeles, capaz de recapitular la génesis, la historia, la
cultura, los sufrimientos y las esperanzas de los pueblos latinoamericanos,
desde su originalidad, su vida y destino (50). No ha habido desde entonces
nuevas síntesis enriquecedoras.
El
cambio de época que se está procesando vertiginosamente desde fines de los
años ochenta han dejado muchos esquemas mentales y políticos sumidos en el
desconcierto y el anacronismo (por más que haya que salvar la parte de
verdad que los animaba). Se desmoronaron las «sociologías de la
modernización», la teoría de la dependencia, las teorías y estrategias
revolucionarias, los modelos de sociedad socialista. No está más a la orden
del día la Revolución (con esa R mayúscula, expresiva de pretensiones
mesiánicas).
También,
poco después de la euforia del liberalismo vencedor y de sus recetas del
«Consenso de Washington», se resquebrajaba nuevamente la resurgida utopía
del mercado auto-regulador (51).
La
teología de la liberación, como teoría y praxis de un cristianismo
inculturado en América Latina, ha quedado muda, o a lo más cansinamente
repetitiva, prisioneras de sus límites y confusiones, sin autocrítica
superadora. Aquí y allá se aferra al indigenismo, al feminismo, al
ecologismo, pero en formas parciales y cargando siempre con lastres
ideológicos.
Sin
embargo, ese cambio de época es de tal magnitud y repercusión que,
demoliendo buena parte de nuestras recientes «bibliotecas» y exigiendo
replanteamientos radicales y globales, también exige de la Iglesia una
profunda renovación de su juicio histórico, tarea necesaria de grandes
exigencias.
Más allá
del agitarse del follaje en esta hora de turbulencia que sacude a América
Latina, quedan planteadas grandes y exigentes tareas históricas que
requieren firme paciencia y serena inteligencia.
La
promoción de un crecimiento económico persistente y auto-sostenido, la
gradual superación de los muros de desigualdades y exclusiones, la
incorporación tecnológica y modernización de los sectores productivos con
alto valor agregado, la elevación de los niveles educativos en cantidad y
calidad, la reconstrucción del tejido familiar y social, la consolidación y
extensión de una auténtica democracia, la construcción de un Estado que no
sea ineficiente, sofocante y meramente asistencialista y de un mercado que logre ser
inclusivo y no excluyente, el camino de integración y solidaridad hacia
el mercado
común y la confederación sudamericana, una renovada presencia y
participación en el escenario mundial...son retos
enormes.
Requieren todavía
sangre, sudor y lágrimas de pueblos protagonistas, conscientes de que sólo
del sacrificio, de la movilización de todas sus energías de dignidad,
laboriosidad, empresarialidad y solidaridad, de ímpetus profundos de
fraternidad, se podrá avizorar espirales verdaderos de esperanza .
Se hace
difícil dar un juicio sintético sobre la coyuntura actual de América Latina,
sin caer en lo meramente reactivo (y, por eso, reaccionario) de quienes sólo
ven confusión, amenaza y peligro ante «populismos» e indigenismos», o de
quienes pretenden cubrir la variedad y complejidad de situaciones y desafíos
con la capa de ideologismos gastados o de verborragias y tomas de posición
tan iracundas como simplistas.
Una cosa
son las proclamas encendidas, pero otra muy diversa y mucho más compleja y
difícil es el gobierno realista de la cosa pública, sus estrategias y
programas de transformación y construcción, en medio de escasos márgenes de
maniobra y de situaciones difícilmente controlables.
Una cosa
es la conciencia de un mestizaje incompleto y lacerado, y la justa
reivindicación de dignidad y justicia para los sectores indígenas; otra cosa
es la de un «indigenismo» anacrónico, que pretende contraponer raíces
ibéricas e indias, que se alimenta de la «leyenda negra» y pretende incluso
volver a los «brujos» y «chamanes».
Es
tentación la de contraponer, dividir, polarizar e insultar para reinar, pero
la gigantesca obra de reconstrucción y liberación de pueblos exige contar
con la mayor convergencia popular, nacional e ideal de energías.
Es fácil
acumular las tintas acusatorias sobre los chivos emisarios que cargan con
nuestros males, pero mucho más difícil es asumir seriamente la grave
responsabilidad de ir definiendo y actuando, desde las propias
circunstancias, nuevos paradigmas de desarrollo, de justicia, a la altura y
en las condiciones de nuestro tiempo.
Es
contradictorio apostar por el imprescindible desbloqueo, por la
reconstrucción y relanzamiento del MERCOSUR y por caminar decididamente
hacia nuestra anhelada Unión Sudamericana (pues solos y aislados no vamos a
ninguna parte) y, a la vez, operar confusamente contra ello, reduciéndolo a
retóricas confusas y provocando o azuzando dialécticas de contraposición
entre países hermanos.
Tenemos,
por cierto, necesidad de corredores bi-oceánicos, anillos energéticos
regionales, «tradings» productivos extensivos hasta la constitución
compañías multinacionales sudamericanas y latinoamericanas, liberalización
comercial y complementación económica entre países hermanos, unidad de
intereses e ideales para negociar y conquistar nuevos mercados a 360 grados,
pero tenemos sobre todo necesidad de recomenzar desde la reconstrucción de
la persona y la conciencia de ser pueblo, o sea de los sujetos protagonistas
de todo cambio y construcción que no se revelen efímeros o ilusorios.
Sólo
quienes se muestren capaces de recapitular y repensar, reformular y
reproponer las matrices culturales e ideales de los pueblos
latinoamericanos, y a bregar con realismo, pasión y competencia por su bien
común podrán tener futuro (52).
Sin
embargo, ante esa exigencia se hace más notorio un cierto déficit que se
advierte entre los cristianos y las comunidades cristianas de un juicio
orientador certero, de un discernimiento profundo, de perspectivas
motivadoras y proyectuales respecto al destino de los pueblos
latinoamericanos.
Falta
por doquier pensamiento, falta iniciativa de mayores horizontes y largo
aliento, falta meter a fuego prioridades, falta debatir abiertamente sobre
lo que más importa, falta cuajar convergencias firmes y motivadoras en medio
de tanta generosidad dispersa. A eso estamos llamados los cristianos, las
comunidades cristianas, si pretendemos una renovada presencia y aporte en la
vida pública de nuestros países y a escala regional.
Doctrina
Social de la Iglesia
El
juicio cristiano ante el momento histórico que nos toca vivir y la
renovación de nuestra presencia y aporte encuentra un alimento sustancial en
las enseñanzas y orientaciones de la Doctrina Social
de la Iglesia.
Es el
fruto del encuentro del Evangelio con los problemas que van surgiendo en la
vida social. Pertenece desde siempre a la tradición de la Iglesia, flujo de
caridad al encuentro de las necesidades de los hombres.
Con la
encíclica «Rerum Novarum» entró en una fase moderna de codificación orgánica
bajo las repercusiones de la constitución y desarrollo de las ciencias
sociales, la difusión de la revolución urbano-industrial y el surgimiento de
nuevos movimientos históricos e ideológicos, que plantearon exigencias y
retos para la renovación de la misión de la Iglesia.
Desde
entonces, «se ha formado ya un corpus doctrinal renovado, que se va
articulando a medida que la Iglesia, en la plenitud de la Palabra revelada
por Jesucristo y mediante la asistencia del Espíritu Santo», con la ayuda de
la razón y las ciencias sociales, afronta los problemas de las diversas
coyunturas históricas (53).
Sufrió
una fase de eclipse en la conciencia de muchos cristianos durante la primera
fase de impacto del Concilio Vaticano II, pero fue profundamente renovada
durante el pontificado de Juan Pablo II, en sus fundamentos teológicos,
antropológicos y culturas, y en su adherencia histórica. Recientemente ha
sido recopilada sistemáticamente con el «Compendio de la Doctrina Social
de la Iglesia católica» (54).
Ahora
bien, una renovada presencia de los católicos en la vida pública requiere la
más plena integración de las enseñanzas sociales de la Iglesia en la
catequesis y en la formación cristiana (55).
Requiere
fundamentalmente por parte de los laicos su estudio sistemático, su
asimilación fiel y su asunción como criterio de juicio y acción. Requiere
asimismo que su referencia no se reduzca a la repetición abstracta y
mecánica de sus «principios» sino que se transforme en hipótesis razonable y
adecuada para afrontar, con inteligencia, competencia y audacia, los
problemas y retos de la actual situación latinoamericana.
En
efecto, la Doctrina
Social de la Iglesia hoy puede sintetizarse en tres pilares
fundamentales para toda construcción social: la dignidad de la persona
humana, la subsidiariedad y la solidaridad. ¿Cuál es la actualidad, vigencia
e importancia de estos pilares para la contribución de los católicos, y de
los hombres de buena voluntad, en los actuales escenarios latinoamericanos y
mundiales?
La
defensa y promoción de la dignidad de la persona humana, en su singularidad,
en la integralidad de su subjetividad corporal y espiritual, en su
irreductibilidad ontológica a las condiciones biológicas, materiales y
políticas de su existencia, es un principio capital. Se trata de verificar
siempre el primado de la persona – que es sujeto y fin, nunca medio – sobre
toda institución social, anterior y superior al Estado.
El «yo»
es el factor más grande de todo el universo. Hoy más que nunca, la
«salvaguardia de la dignidad trascendente» de la persona, jamás reducida a
«partícula de la naturaleza o elemento anónimo de la sociedad humana» es
tarea crucial (56).
En
efecto, la realidad contemporánea nos pone delante de la amenaza de
ofuscamiento o destrucción de la persona ante una existencia humana cada vez
más fragmentada, desprovista de sentido, que tiende a ser manipulada desde
la constitución genética hasta los contenidos de la conciencia y sus modelos
de vida, cada vez más plasmada por la cultura dominante, sobre todo por los
medios de comunicación social, reducido el «yo» a un haz de sensaciones y
reacciones episódicas.
Hay que
emprender, pues, un ingente trabajo educativo, de reconstrucción de la
persona, de toma de conciencia de la grandeza del ser, de su vocación,
dignidad y destino, del don y drama de su libertad, de sus deseos
constitutivos de verdad y de amor.
Esa
dignidad de la persona se expresa en sus derechos originarios, inviolables,
que descienden directamente de su propia naturaleza humana.
Constituyen un
derecho natural que viene primero, ontológica y axiológicamente, que el
derecho positivo y al que la norma estatal debe tender como al propio ideal.
Son el
fundamento de toda democracia. Presupuesto de todos los demás es el derecho
a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural pasando por todas las
fases de la existencia - , baluarte hoy contra las amenazas de una «cultura
de muerte» que se plantea desde proyectos «neomalthusianos», de «darwinismo
social», con auxilio de tecnologías libradas a la mera factibilidad,
disociadas de la ética.
Eje
primordial de todas las libertades y solidaria con ellas es la libertad
religiosa, que se expresa indisociablemente en la «libertas ecclesiae»,
garantía de esa dignidad trascendente de la persona ante toda pretensión
absorbente y determinante del Estado.
Los
cristianos han de estar en la vanguardia de la custodia y universalización
de esos derechos naturales de toda persona humana. En la misma génesis del
Nuevo Mundo está aquella primera predicación profética documentada, la del
fraile Montesinos a los primeros colonizadores españoles, en defensa de los
indios: «¿No son hombres como vosotros?, ¿no tienen almas racionales?, ¿no
estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos?» (57).
Jamás
puede aceptarse la reducción y manipulación de la persona como pieza de
recambio biológico, fuerza bruta, instrumento, número o cosa.
Estado y
mercado tienen necesidad no sólo de ciudadanos-súbditos o de
productores-consumidores, sino de sujetos libres que afronten toda la
realidad con anhelos de verdad y felicidad, que son los más grandes recursos
de humanidad.
Ni
Estado ni mercado pueden últimamente satisfacerlos, pero no intentar
impedirlos sino crear las condiciones para que puedan tener fecundos
desarrollos. Por eso mismo, toda situación, programa y proyecto en la
«polis» han de ser juzgados bajo la luz de ese parámetro antropológico.
La
auténtica riqueza de una nación se fragua en la educación de sus hijos - que
es la mejor inversión -, en el cultivo de su razón y libertad, en su aptitud
al sacrificio en el don de sí, en su capacidad de iniciativa, laboriosidad y
emprendimiento, de construcción solidaria. No en vano cada vez se está
valorizando más el capital humano como factor primordial de todo
emprendimiento.
La
persona es la fuerza de la sociedad, del Estado, de la misma Iglesia.
No encuentra más radical ni sublime fundamento de dignidad
que el ser creada a imagen y semejanza de Dios.
Esta
dignidad se radicaliza y se eleva cuando por el don de la fe se confiesa que
«el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado» (58), es decir, que Cristo, el hombre perfecto, ha revelado y
hecho posible la verdadera estatura de la persona
humana.
Por eso,
donde se ofusca la fe en Dios, creador del hombre y hecho hombre, «entra en
crisis el más profundo motivo de reconocimiento de la dignidad originaria de
todo ser humano» (59).
Ahora
bien, esta dignidad de la persona arriesga quedar en la abstracción si no se
tiene en cuenta la articulación real de su experiencia, en cuanto ser que se
realiza en la relación, colaboración y comunión con los otros, sea en el
matrimonio y la familia, en el trabajo, en la convivencia nacional.
Por eso,
la Iglesia vincula la tarea de reconstrucción de la persona y la custodia de
su dignidad a la batalla por el bien y verdad de la estructura natural de la
familia – como unión entre varón y mujer, fundada en el matrimonio -, célula
natural y fundamental de toda construcción social, expresión primera de la
comunión entre las personas, comunidad de vida y amor, escuela de humanidad,
sometida actualmente a radicales y sistemáticas
agresiones.
La
realidad familiar es medida de la calidad de vida de un pueblo, de una auténtica
«patria» – común paternidad y maternidad -, de una nación – de «natio»,
filiación y fraternidad más allá de la estirpe-.
En
efecto, la familia es el arquetipo de una sociedad en la que la verdad de la
persona se expresa como don, como gratuidad de un amor compartido, como
transmisión y custodia generosa de la vida, como crecimiento en humanidad,
como escuela de actitudes y comportamientos de respeto, perdón,
reconciliación, paz y solidaridad, decisivas para la convivencia social.
Por eso,
es primordial
el derecho de los padres a educar a sus hijos. La agresión
contra la familia se resuelve siempre en grave atentado contra el bien de
las personas y de la comunidad nacional.
La batalla por el bien y la
verdad de la familia es la base y a la vez está incluida en la tarea de
reconstrucción del tejido social a través de lo que la doctrina social de la
Iglesia llama «cuerpos intermedios».
Al
servicio de la persona, la familia y la sociedad, de la pluralidad de
sujetos sociales y de la vitalidad de sus asociaciones y obras, de sus
iniciativas e ideales, el Estado, en vez de pretender enyesar la realidad
con cada vez más sofisticadas y costosas ortopedias, está llamado a promover
los espacios de una mayor realización de los derechos de libertad, de
asociación operativa y constructiva, de auto-organización popular y de
participación democrática desde la «base» en la vida de las naciones. Aquí
está en juego el principio de subsidiariedad, cada vez más planteado en los
debates públicos (60).
El
principio de subsidiariedad quiere ser cauce de promoción y movilización de
las energías vivas y responsables de las personas y las formaciones sociales
para que el tejido social no se desfibre en el anonimato o en una
masificación impersonal, lo que deja al individuo a mercede de las
pretensiones del poder (61).
Por el
contrario, hoy resultan fundamentales las modalidades de auto-organización
de la sociedad civil, las redes naturales, sociales, culturales e ideales de
solidaridad y cooperación, que buscan dar respuestas eficaces a sus
necesidades, movidas ciertamente por el propio interés pero también por una
conciencia de fraternidad y gratuidad.
Esto es
cosa bien diferente de la actitud de quienes todo lo esperan e incluso
pretenden del Estado con mentalidad rentista, asistencialista,
corporativista y parasitaria, y de quines todo lo esperan del mercado,
aunque deje a los más como meros consumidores y, peor aún, como desocupados
y excluidos.
Depositar toda la
confianza en los aparatos burocráticos del poder o en la «mano invisible»
del mercado, haciendo abstracción de la dignidad y participación de los
sujetos reales – personas, familias, asociaciones, empresas,
sindicatos…pueblo organizado – arriesga corromper las fibras morales,
erosionar la consistencia democrática real y bloquear las potencialidades de
la economía de mercado.
¿Quién
puede pensar que los enormes problemas, desafíos y tareas que plantea el
desarrollo de sociedades complejas pueden ser enfrentados sólo con la
estrechez de la dialéctica Estado-mercado?
La
extensión y densidad de una multitud de empresas « profit» y «non profit»,
redes de servicio, organizaciones de voluntariado, iniciativas y obras de
asistencia, solidaridad y cooperación social en los más diversos campos –
educación, vivienda, salud, trabajo, cultura, cuidado de minusválidos y
ancianos, recuperación de drogadictos y muchos más – emerge actualmente como
camino urgente y fecundo a recorrer (62). Constituyen un muy valioso e
indispensable «capital social», aporte a una mejor calidad de vida y
contribución al bien común. Cercana a las necesidades del pueblo, y
especialmente de los pobres, en respuesta a muchas de sus necesidades y por
irradiación de su caridad, la Iglesia ha sido un sujeto fundamental en la
creación de obras muy diferentes, valiosas contribución al bien común.
Muchas veces fueron descuidadas, perdieron su ímpetu originario y cayeron en
secularización y burocratización. Presentes en los diversos ámbitos de la
convivencia social, los laicos católicos están llamados a ser activos
promotores del crecimiento de una sociedad abierta, creativa, participativa,
que sepa afrontar con libertad y responsabilidad sus necesidades, crear o
renovar las obras sociales más prioritarias y urgentes, y abrir espacios de
construcción y esperanza.
Si el
principio de subsidiariedad es contrario a todo estatismo y colectivismo, el
de la solidaridad lo es
ante todo conformismo indiferente e individualismo egoísta.
En efecto, en la sociedad actual se multiplican los intereses particulares,
las formas de multiculturales y las dinámicas de conflictualidad , sin
referencia al bien común, a un ideal de vida buena superior al de las
utilidades particulares.
Por eso,
las formas mundanas dominantes de las relaciones humanas son, o bien la
indiferencia hacia los otros, o bien su manipulación, instrumentalización,
explotación. Por el contrario, una auténtica convivencia surge a partir de
una experiencia de encuentro, de una apertura e interés hacia la vida de los
demás, del reconocimiento de un valor que tiene la vida compartida con los
demás. ¿Qué es la
cultura de un pueblo sino aquella memoria viva de un
encuentro que rompió la indiferencia, la amenidad y la enemistad, y que se
convirtió en un compartir la vida, el trabajo, la construcción y el destino
de una sociedad, de una morada común? La Iglesia llama a la «firme y
perseverante determinación por el bien común» con el nombre de «solidaridad»
(63).
Ésta no
es una reacción emotiva, ni un sentimiento pasajero, que van desgastándose,
sino que sólo se sostiene y persevera cuando se convierte en virtud, en
hábito virtuoso, o sea cuando resulta fecundada y animada por la caridad,
ley inscrita en el misterio del ser y el más alto don del Espíritu para bien
del hombre. Quien experimenta la gratuidad de un amor mucho más grande que
las propias medidas, no puede no vivir una pasión por la vida y destino de
los demás.
Esa
fusión entre el amor a Dios y el amor a los hermanos, todos hijos del mismo
Padre, se manifiesta como solidaridad preferencial con los pobres y los que
sufren, con los que viven más agudamente el misterio de la cruz, llevando en
su carne las llagas de la humanidad. No en vano Jesucristo se identifica
con los pobres, su «segunda eucaristía». La tensión al bien común exige esa
solidaridad preferencial que no puede afrontarse desde dialécticas de
contraposición y violencia ni degenerar en asistencialismos clientelares.
Reconstruir
el pueblo
como sujeto histórico y la patria como morada común, más allá de la
masificación, la división y contraposición insalvables y la atomización,
requiere esa obra paciente y perseverante de educación y conversión
solidarias, de revitalización de la propia tradición, de convergencias
ideales, de sacrificios, trabajos y esperanzas compartidas, para la
construcción de una vida más humana para todos.
Caridad
y solidaridad se expresan en el gesto del buen samaritano ante la necesidad
humana encontrada. «Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que
yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo pero permaneciendo
concreto», no una referencia genérica o ideológica
(64).
Se
expresan también cuando se convierten en obras destinadas a enfrentar en
formas más sistemáticas, duraderas y eficaces las necesidades humanas.
Existe una «caridad de las obras» (65), porque «obras son amores».
Pero ya
Pío XII hablaba de la «caridad política» a través de la presencia cristiana
en instituciones y ámbitos de la vida social, económica, política y
cultural, para encauzar las transformaciones y la organización de la
sociedad, combatiendo injusticias y escandalosas desigualdades, emprendiendo
reformas competentes y valientes en pos de la efectiva destinación universal
de los bienes y una sana ecología humana de convivencia.
Por eso,
hay que rehabilitar la política, que está llamada a ser servicio eminente de
la caridad (66).
Caridad
y solidaridad no reconocen confines. Alargan los horizontes para ser pasión
por el propio pueblo, y no reconocen fronteras en la búsqueda de caminos de
integración entre países hermanos, de efectiva «globalización de la
solidaridad», de condiciones de mayor pacificación y justicia en las
relaciones entre los Estados, de un «bien común universal» para la
construcción de una auténtica familia humana e incluso de una «civilización
del amor».
Renovada
presencia, compañía y unidad
La
familia, el trabajo, la educación y cultura, así como la política son
dimensiones connaturales de la vida de la persona en la sociedad, campos
fundamentales para la construcción social, ámbitos en los que está
primordialmente en juego el reto de una convivencia más humana.
Son,
pues, bancos de prueba de la presencia de los católicos en la vida pública,
del testimonio de novedad de vida que trasmiten y de los compromisos como
partícipes de la construcción del «bien común». En estos campos de la
convivencia humana se verifica la adherencia y el influjo del Evangelio en
la vida de las personas y los pueblos.
Las
comunidades cristianas han de ser lugares educativos para el crecimiento de
fieles laicos adultos, cuya madurez cristiana se expresa en la viva
conciencia de las exigencias de la fe en todos estos ámbitos de vida. Ningún
bautizado puede considerarse ocioso o indiferente ante estos desafíos que
conciernen su propia vida, y su propia vida de cristianos.
La
modalidad con la que los laicos católicos afrontan estas dimensiones de la
vida personal y social tiene que derivar de un ímpetu de caridad, que es
también ímpetu misionero «ad gentes» y de servicio a las personas y a la
sociedad.
Esta
renovada, exigente y coherente presencia de los católicos en la vida pública
no puede reducirse a la de «francotiradores» aislados, en diáspora, desde
testimonios de individualidades ejemplares hasta quienes sencillamente hacen
lo que pueden…
Esta
situación es tan común que frecuentemente los mismos Obispos conocen
escasamente los «recursos humanos» con los que cuenta la Iglesia en los
diversos campos de la empresa, de la investigación científica, del
periodismo, del sindicalismo, de la creación
artística…
Todavía
prevalece a menudo la actitud eclesiástica de tomar distancia de los
católicos comprometidos en la vida política por el temor de no confundir la
libertad de la Iglesia respecto de las opciones que ellos asumen.
Es poco
frecuente que los Pastores convoquen a políticos católicos, a empresarios
católicos, a sindicalistas católicos y podríamos enumerar aún en otros
ámbitos de la vida pública, por una parte, para conocerlos, escucharlos,
consultarlos, valorizar su testimonio y competencia, «utilizarlos» (en el
mejor de los sentidos) y, por otra, para confirmarlos y alimentarlos en la
fe, para reunirlos en tiempos de oración y retiro espiritual, para compartir
con ellos las enseñanzas de la Iglesia, para afrontar desde una profunda
inteligencia cristiana problemas concretos y cruciales que se plantean en
la actualidad.
A veces se han creado capellanías para acompañar a los
católicos en los distintos ámbitos de la vida pública.
Faltan,
por lo general, lugares y tiempos eclesiales que sean aptos y fecundos para
esa compañía cristiana, esa alimentación de la fe, ese enriquecimiento en la
comunión y misión.
La
participación en la comunidad parroquial, y especialmente en la misa
dominical, es muy importante, pero muchas veces no es suficiente como
respuesta a las necesidades que advierten los católicos comprometidos y
absorbidos en los diversos campos de acción y debate en la vida
pública.
Los
movimientos eclesiales resultan, por lo general, compañías y lugares
educativos más adecuados, en cuanto comunidades vivas que abrazan más
concretamente la vida de las personas en sus diversas dimensiones a la luz
de la razonabilidad de la fe.
En
algunos lugares se ha emprendido la creación de escuelas de formación
política de los cristianos, pero no parece ser una iniciativa muy congruente
con la misión de la Iglesia, y además sus resultados se revelan bastante
estériles o al menos escasos.
Es obvio
que a este nivel cabría esperar una contribución mucho más sistemática,
interdisciplinaria e incisiva por parte de las instituciones católicas de
enseñanza y especialmente de las Universidades católicas. Importa también
escoger bien los «maestros» y los recursos intelectuales aptos para
alimentar esos compromisos cristianos.
En fin,
tiene que prevalecer una tensión hacia la unidad entre los católicos que
operan en los diversos ámbitos de la vida pública.
Es muy
mal síntoma que los católicos que asumen responsabilidades políticas,
empresariales, sindicales y en otros campos de la vida pública no sientan la
necesidad y exigencia de encontrarse, y encontrarse porque unidos por algo
que importa mucho más radicalmente e totalmente que las diferentes
vinculaciones y opciones que se tomen legítimamente en dichos ámbitos.
Si se
pertenece a un misterio de comunión, más profundo, decisivo y total que los
mismos vínculos de sangre, a mayor razón esta pertenencia es anterior,
preeminente e interior a cualquier legítimo pluralismo temporal entre los
católicos.
La
experiencia de esa pertenencia no es algo agregado a otras formas de
asociación. Eso sería vivir la Iglesia, no como miembros del Cuerpo de
Cristo, sino como meros participantes de una institución de finalidades
religiosas y morales.
La
Iglesia no es eso; es don de Dios, creación del Espíritu Santo, cuerpo de
Cristo que prolonga su presencia y nos abraza en su sacramentalidad,
reuniendo a todos los bautizados en el «misterio tremendo» de una unidad
sorprendente que el mundo no puede darse con sus propias fuerzas y que es
testimonio indispensable para que el mundo crea.
La
fragilidad y reducción de esa experiencia de pertenencia hace que la Iglesia
no sea más el lugar de donde proceden, se verifican y alimentan los
criterios que iluminan los propios comportamientos y opciones de los laicos
en la vida pública.
Solo la
experiencia de la comunión – no el aislamiento o la diáspora en el mundo –
genera e irradia libertad y originalidad ante las presiones amoldantes del
medio ambiente.
Si no,
predominan los reflejos ideológicos, los prejuicios de determinadas
estructuras mentales o los intereses dominantes en diversos sectores
sociales.
Por el
contrario, la experiencia de comunión – que encuentra su fuente y ápice en
la Eucaristía – tiene que dilatarse como unidad sensible manifiesta de los
cristianos en todos los ambientes de la convivencia humana.
Más
están los cristianos en las «fronteras» de la política, la ciencia, la
cultura, la lucha social…más resultan impactados y cuestionados por desafíos
complejos…, más abiertos al diálogo, a la colaboración y a la confrontación
con gentes de muy diversas creencias e ideologías…, más han de estar
vitalmente, intelectualmente y espiritualmente arraigados en el concreto
cuerpo eclesial.
Esta
común pertenencia a la comunión eclesial debe ser experimentada como mucho
más apasionante y determinante para la propia vida que cualquier otro
interés material, afectivo o espiritual, que cualquier otra solidaridad
social, política, cultural o ideológica.
Entonces
sí se dan las condiciones para un testimonio de la unidad en la pluriformidad.
La adhesión a la unidad en lo esencial - es decir, la
plenitud de la fe católica, en toda su verdad y en todas sus dimensiones – y
la tensión a la unidad en los diversos ámbitos de vida pública – para dar
testimonio de la comunión a la que todos los hombres están llamados -,
permite superar los círculos viciosos entre quienes pretenden atribuir
exclusivamente a sus propias opciones contingentes el carácter de católico y
quienes caen en pluralismos disgregantes caracterizados por el relativismo
cultural y moral.
Por una
parte, la doctrina social de la Iglesia no ha pretendido nunca transformarse
y traducirse en una ingeniería social pre-fabricada y dispuesta al uso, con
la pretensión de formular «soluciones concretas, y menos soluciones únicas,
para cuestiones temporales que Dios ha dejado al juicio libre y responsable
de cada uno» (68).
Por otra
parte, hay puntos irrenunciables e incluso no negociables para el compromiso
de los católicos en la vida pública (69).
No es
que los católicos puedan asumir cualquier tipo de opción, pues las hay que
contradicen la fe que profesan. No todas las concepciones de la vida tienen
igual valor.
«Una
concepción relativista del pluralismo no tiene nada que ver con la legítima
libertad de los ciudadanos católicos de elegir, entre las opiniones
políticas compatibles con la fe y la ley moral natural, aquella que, según
el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común» (70).
Los
católicos tienen que saber aceptar los puntos firmes y las posiciones
comunes que tienen que compartir ante cuestiones sociales que ponen en juego
opciones éticas fundamentales, o ante momentos en que lo requiere el bien
supremo de la nación, o ante coyunturas de vida eclesial que impongan una
indicación prudencia que sea unitaria.
Saben
también discernir y reconocer que una misma fe puede conducir a compromisos
y opciones diversas ante una diversidad de circunstancias y una pluralidad
de interpretaciones y caminos para la búsqueda del bien humano y social.
La
importancia primordial de esa experiencia de comunión se traduce, en fin, en
el encuentro en sede eclesial de católicos que han asumido una pluralidad de
opciones legítimas, que no se «excomulgan» recíprocamente sino que saben
interrogarse conjuntamente, a la luz de la verdad y la caridad, lo que pueda
responder mejor al plan de Dios y, por eso, al servicio de los hombres y los
pueblos.
Urge,
pues, concentrar inversiones educativas y pastorales en la formación y
compañía de nuevas generaciones de militantes católicos, que den testimonio
con su presencia coherente, con su competencia y creatividad, con sus obras,
un valioso servicio a las personas y a la sociedad.
Más allá de todo mimetismo mundano, de todo
repliegue intimista, de todo encierro eclesiástico, de toda evane3scencia
espiritualista, de toda reducción moralista, los «christifideles laicos»
están urgentemente llamados a ser protagonistas nuevos dispuestos a generar
nuevas formas de vida y a abrir nuevos caminos de convivencia, arriesgando
bajo la propia libertad y responsabilidad, sostenidos por comunidades
cristianas y guiados por los Pastores, en la pluralidad de estilos y
opciones en que se realiza legítimamente la unidad.
Los
cristianos participamos, junto con todos los demás ciudadanos, en la vida
democrática de nuestros países, todos empeñados en ese intento continuo de
búsqueda del bien común. Estamos siempre abiertos al diálogo y a todas las
colaboraciones posibles.
No
pretendemos ni buscamos dominios ni hegemonías. Pero no podemos dejar de
contar con la fe como factor originario y energía indomable para afrontar
toda la realidad.
La conciencia de la propia vocación y misión no nos separa
ni nos aleja de esa búsqueda con todos los demás.
Por el
contrario, imprime una mirada atenta y un ímpetu vibrante capaces de exaltar
todo el bien que se encuentra más allá de los propios confines confesionales
y de valorizar todas las convergencias para que sean para bien de las
personas, familias y naciones. El método es el de «examinarlo todo y
quedarse con lo bueno» (cfr. I Tes. 5,21).
Si se
tiene la viva conciencia de la necesidad de suscitar por doquier una mayor y
mejor presencia pública de los católicos en la situación actual de América
Latina y para su próximo futuro, parece urgente y necesario repensar a
fondo, con buena dosis de imaginación y creatividad, las exigencias,
estrategias y programas pastorales.
Destino
de los pueblos y catolicidad
En
América Latina viven cerca del 50% de los católicos de todo el mundo, y es
porcentaje que razonablemente se prevé que seguirá creciendo en las próximas
décadas. Sólo los ingenuos o los tontos no dan peso a los números.
No somos
ilusos, sino que reconocemos que ese patrimonio está sujeto a fuerte
erosión. En Brasil, país líder de Sudamérica, el del mayor número de
católicos, este número se redujo de un 20% desde 1960 al 2001.
La mayor
amenaza no reside en hostilidades y ataques contra la Iglesia católica - que
también están creciendo, aquí y allá, en América Latina -, sino, utilizando
la expresión del Card. J. Ratzinger en una reunión de Obispos
latinoamericanos en Guadalajara (México), «en el gris pragmatismo de la vida
cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con
normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en
mezquindad» (71).
Nuestro
catolicismo está hecho aún de pueblo, portador de vida y esperanza, y no se
reduce a la diáspora de minorías significativas en medio de una tendencia
hacia una silenciosa apostasía de masas.
«Recomenzar desde
Cristo» es también para nosotros el más importante programa personal y el
mejor servicio a la sociedad.
En
efecto, el destino de los pueblos latinoamericanos y el destino de la
catolicidad están en gran medida entrelazados, al menos para el actual siglo
XXI. Si cae en reflujo la tradición católica, si no se procede a un intenso
trabajo de educación en la fe, si no se desatan realmente energías
misioneras para una «nueva evangelización», y si esa tradición católica no
se convierte en alma, inteligencia, fuerza propulsora y horizonte de un
auténtico desarrollo y crecimiento en humanidad, sufren y pierden nuestros
pueblos. Y si nuestros pueblos quedan sometidos a situaciones de inicuas
desigualdades, de vastos ámbitos de pobreza, de crecientes violencias e
inseguridades y de marginalidad en el concierto mundial, entonces sufre y
pierde la catolicidad.
¿Tenemos
conciencia de esos destinos tan compenetrados? ¿O acaso eso parece excesivo
para nuestra responsabilidad? Dios no nos prueba más allá de nuestras
fuerzas, sino que nos socorre con su gracia ante nuestra desproporción y
fragilidad. Se nos ha dicho: «Buscad el reino de Dios y su justicia, y todo
lo demás les será dado por añadidura» (Mt. 6, 33).
Dr. Guzmán M. Carriquiry
Lecour
NOTAS
(1)
www.vatican.va/spirit/documents , De la Carta a Diogneto.
(2)
Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual, Gaudium et Spes, n. 1.
(3) S.S.
Juan Pablo II, encíclica Redemptor Hominis, n. 10, Vaticano, 1979.
(4) S.S.
Pablo VI, exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, n. 14, Vaticano, 1975.
(5) Concilio
Ecuménico Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 42.
(6) S.S.
Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n. 31.
(7) S.S.
Juan Pablo II, Redemptor Hominis, n. 10.
(8)
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis Nuntius,
Vaticano, 1984.
(9) S.S.
Juan Pablo, homilía en la Misa de inicio de su ministerio petrino,
22/10/1978.
(10)
S.S. Juan Pablo II, discurso a la Asamblea de la Iglesia italiana en Loreto,
11/4/1985.
(11) Id.
(12)
S.S. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n. 19.
(13)
cfr. Guzmán Carriquiry, Una apuesta por América Latina, Sudamericana, Buenos
Aires, 1975, pp. 24 y ss.
(14) III
Conferen cia General del Episcopato Latinoamericano, Documento de Puebla,
436, 437, CELAM, Bogot á, 1979.
(15) Id.
(16)
cfr. Guzmán Carriquiry, La presencia cristiana en las transformaciones
sociales y políticas desde Puebla a la actualidad, en Seminario sobre
la Libertatis
Nuntius y la Libertatis
Conscientia, La teología de la liberación a la luz del
Magisterio, Cedial, Bogotá y Trípode, Caracas, 1988, pp. 21-42.
(17)
Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia, Lumen
Gentium, 31, 35, 36; Gaudium et Spes, 43; Apostolicam Actuositatem, 7; Ad
Gentes, 21.
(18) Id.
(19)
Misal Romano, de la fiesta de Cristo Rey.
(20)
S.S. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n. 70.
(21)
S.S. Juan Pablo II, exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici,
15.
(22) Id,
17.
(23)
Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota sobre algunas cuestiones
relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política,
Vaticano, 2002.
(24)
S.S. Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 42.
(25)
Concilio Ecuménico Vaticano II, Lumen Gentium, n. 36; Gaudium et Spes, n.
43.
(26)
Concilio Ecuménico Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 43.
(27)
S.S. Juan PAblo II, Christifideles Laici, n. 59.
(28)
S.S. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n. 20
(29) III
Conferencia General del Episcopato Latinoamericano, Documento de Puebla, n.
462.
(30) A.
Methol Ferré, La
América Latina del siglo XXI, Edhasa, Buenos Aires, 2006,
pp. 35-83.
(31) cfr. John Rawls, A theory of Justice, The
Belknap Press, Harvard, Cambridge, 1971.
(32)
S.S. Juan Pablo II, encíclica Veritatis Splendor, Vaticano, 1993, n. 101;
cfr. encíclica Centesimus Annus, Vaticano, 1991, n. 46.
(33)
Guzmán Carriquiry, Una apuesta por América Latina, ob. cit., pp. 195-202.
(34)
Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota sobre algunas cuestiones
relativas al compromiso..., ob. cit.
(35) Id.
(36)
Guzmán Carriquiry, Notas sobre la actualidad sudamericana, de próxima
publicación.
(37)
Guzmán Carriquiry, La presencia cristiana en las actuales
transformaciones...ob. cit., pp. 34-37.
(38) Id.
(39) A.
Methol Ferré, La
América Latina…ob. cit., pp. 21 y ss.
(40)
S.S. Juan Pablo II, Christifideles Laici, n. 29.
(41)
cfr. Il Papa e i movimenti, San Paolo, 1998; Consejo Pontificio para los
Laicos, Los movimientos en la Iglesia, Vaticano, 1998, y Los movimientos
eclesiales en la solicitud pastoral de los Obispos, Vaticano, 1999.
(42) S.S.
Benedicto XVI, encíclica Deus Caritas est, Vaticano, 2006, n. 1.
(43)
S.S. Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, Vaticano, 2001, nn. 29 y ss.
(44)
cfr. CELAM, Documento de participación a la V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano, Bogotá, 2006.
(45)
S.S. Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 34.
(46)
Concilio Ecuménico Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 11.
(47) S.S.
Pablo VI, encíclica Populorum Progressio, Vaticano, 1968, nn. 20-21.
(48) S.S.
Benedicto XVI, Deus Caritas est, n. 28.
(49)
cfr. Guzmán Carriquiry, En camino a la V Conferencia de la Iglesia
latinoamericana. Memoria de los 50 años del CELAM, Claretiana, Buenos Aires,
2006, p. 46.
(50)
cfr. Guzmán Carriquiry, El Concilio en América Latina, revista Nexo,
Montevideo, setiembre de 1973, n. 1, pp. 28-44.
(51)
cfr. Guzmán Carriquiry, Una apuesta..., ob. cit. pp. 13-14.
(52)
cfr. Guzmán Carriquiry, Notas sobre la actualidad..., ob. cit.
(53)
S.S. Juan Pablo II, encíclica Sollicitudo Rei Sociales, Vaticano, 1987, n.
1.
(54)
Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social
de la Iglesia, Vaticano, 2005.
(55)
S.S. Juan Pablo II, Christifideles Laici, nn. 168 y ss.; Compendio de la
Doctrina social de la Iglesia, nn. 11, 81, 83, 546…
(56)
Concilio Ecuménico Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 14 y ss.
(57)
cfr. Bartolomé de las Casas, Historia de Indias, , BAC, 96, Madrid, p. 176.
(58)
Concilio Ecuménico Vaticano II, Gaudium et Spes, nn. 22, 41.
(59)
S.S. Juan Pablo II, discurso a la Asamblea de la Iglesia italiana en Loreto,
11/4/1985.
(60)
cfr. S.S. Pío XI, encíclica Quadragesimo Anno, Vaticano, 1931, n. 53;
Gaudium et Spes, n. 75; Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis
Constientae, Vaticano, 1986; S.S. Juan Pablo II, Catecismo de la Iglesia
católica, Vaticano, 1992, nn. 1982-85.
(61)
cfr. Centesimus Annus, n. 48.
(62)
cfr. Guzmán Carriquiry, Una apuesta..., ob. cit. pp. 289 y ss.
(63)
S.S. Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Sociales, n. 38.
(64) S.S.
Benedicto XVI, Deus Caritas est, n. 15.
(65)
S.S. Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, n. 50.
(66)
cfr. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 208; S.S.
Pablo VI, carta apostólica Octogesima Adveniens, Vaticano, 1971, n. 46.
(67)
cfr. Christifideles Laici, nn. 36 y ss.
(68)
cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Notas..., ob. cit.
(69)
S.S. Benedicto XVI, en reciente discurso a dirigentes del Partido Popular
Europeo (abril 1006) señaló tres principios «que no son negociables» para la
Iglesia católica: la protección de la vida en todas sus etapas desde el
primer momento de la concepción hasta la muerte natural, el reconocimiento
de la estructura natural de la familia, como unión entre varón y mujer
fundada en el matrimonio, y la tutela del derecho de los padres a educar a
sus hijos. Están «inscritos en la naturaleza humana y, por eso, son comunes
a toda la humanidad».
(70)
Congregación para la Doctrina de la Fe, Notas..., ob. cit.
(71)
cfr. Joseph Ratzinger, Situación actual de la fe y la teología, revista
Ecclesia, Roma, diciembre de 1996, pp. 494-96..
Fuente: Forumlibertas.com